relatos, apuntes literarios...

viernes, 30 de octubre de 2015

algo vulgar


ANOTADOR


Algún allanamiento barruntaba el artista tras su lectura experta de cualquier poema,
incluso de uno pintado en la pared del WC. Se ajustaba, no obstante, y salía a la calle
de la ciudad sin nombre. Los semáforos, las balas perdidas. Territorio de maras o de bandas pacíficas;
los Warriors escapándose vivos por el parque. El primer verso instruía deleitando, era
un acertijo básico formulado para la lengua estropajosa del borracho o la lengua del filólogo plagado de sí;
el verso que permite caminar hasta la hora del picnic
sin sentir el hambre gimoteando en el estómago, ni la lluvia perfecta.

Por la ciudad, alguna sirena colorada, algún triciclo marihuanero, las gemas para dar patadas como en la playa,
quitándoselas de encima la gente como balones de playa, como a niños mendigos
o vendedores de rosas. La cotización de cada rosa interesa al poeta, una puede ser millonaria entonces y arruinarse
al segundo siguiente, carente de sintagma y colorido. Una por un beso. Una por un dólar. Una de ocasión.
El ansia de la rosa está relacionada -en un sexto sentido-
con la inmunda caricia espiritual, el arrumaco. El beso es para llevarlo en un bolsillo sin fondo,
falso como la luz que rehace las palabras.

El poeta -en su libreta minúscula anotando baratijas- es un anotador. En el café, anota naderías: los cafés, la música
que arrumba y se dispersa. Si quisiera pasar por genio no anotaría el discurso de la televisión, pero
es un arribista. Entra en el bar y olisquea el humazo del hachís del moro, se frota las manos,
las conversaciones fluyen en un idioma neutro-obsceno, grave: muchos en busca y captura se relajan,
tocan palmas y chapurrean el spanglish más heavy
de Tijuana. En concreto, el poeta no claudica, ensaya un acercamiento a la felicidad (que luce su mejor vestido de noche).

Aunque nadie la vea, ella no va desnuda por la calle: podría hacerlo. Aunque nadie la crea,
explica un poema casero mezclado en las peores timbas de la escuela pública. Su voz atruena un rato
para desenfocarse y rebotar en el corcho del parque infantil (que es otra clase de parque). Realmente
tiene clase para dar y tomar, ¡lástima que los poetas no dispongan de una grabadora internacional!, algo inmediato.
Lástima que las promesas se queden en la génesis del acto: una idea constructiva y nada más.

La idea es recorrer hasta encontrar un camino sin sombra; el trato era ése. Había que dotar de nueva
perspectiva al príncipe de los ladrones, confiscarle la ganzúa y darle un bello poemario
rumiado en francés de andar por casa, hábito que hiciera al monje
más arrepentido. El arte se da un aire, precisamente, a esa iluminación tan aseada. La puta poesía
de un hacedor de llaves, una pomada para el vuelo: no va más, todo contra el espejo, hasta que sangre.





SEMIÓTICA VULGAR


No es su intención semántica, ni alberga aspiraciones extraliterarias (¡poéticas!),
sus letras dirimen una forma, expulsan un demonio. Sus letras obran grandes edificios como pirámides
mayas. Conciernen. Mastica un pedazo de palabra como un ramo de qat, tartamudea
su encanto a propósito para que dure tanto, para que anule sus pequeños éxitos.

Los niños cuidan de sus intuiciones y la siguen camino del colegio. Ella es la colegiala
moderna, la de siempre. Su estilo no quiere decir nada de sus piernas. Sus veinte años llevan un par de trenzas
replicantes de pelo negro y longitud probable. Un vestido por debajo de la rodilla clara,
descalza por la acera sin fin, redonda hasta el confín de la avenida
silbando a los jilgueros arrugados por el humo. Una ilustre caravana de pequeños elfos
que todo lo aprenden del movimiento leve, legendario de sus manos.

En la calle toda magia es poca y se convierte en sonido. Cláxones
de invierno, firmas que se gritan en la puerta del banco, personas que vocean. Hay una variedad de mercancías
que produce la inevitable saturación del mercado. El dinero corre que se mata,
circula como un bólido por la capital. Abruman las grandes máquinas atornilladas.
Ahora, nada vuela, solo una nube de mosquitos que es general y se confunde con el aire (los aviones
cayeron al mar). La desidia de las horas se ve rota,
interrumpida por un gesto revelador, más importante que el banderazo de salida, más limpio que un saludo militar,
el ademán obsceno de la prioridad social. La muchacha ha conseguido el triunfo
y los obreros palidecen en silencio, secretamente electrizados.

Ha sido reanimado un recién nacido, masaje cardiovascular sobre su cuerpo endeble; pero ella ha soplado
como en una botella en su boquita líquida, apenas formada, ha repartido su aliento entre la vida
y la muerte. Y el bebé ha tosido de pronto, ha vomitado un poco. Luego se lo han llevado
envuelto en una sábana santa.

Donde no hay jilguero: en el árbol medio roto detrás del taller, pegando a la avenida
que trasmite su podrida esencia ciudadana, su sordidez tan crónica como el amor de las iglesias y los gélidos portales.
Ella ha curvado la melancolía a través de un verso inédito de su puño y letra,
a vuelapluma de su boca tímida. No necesita poetas para torcer la voluntad de la industria
y convencer de otro mito a los creyentes; su religión es un salto a la fama, sus mandamientos se han borrado
con el tiempo de las aulas de la naturaleza. 


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