ANOTADOR
Algún
allanamiento barruntaba el artista tras su lectura experta de cualquier poema,
incluso
de uno pintado en la pared del WC. Se ajustaba, no obstante, y salía a la calle
de la
ciudad sin nombre. Los semáforos, las balas perdidas. Territorio de maras o de
bandas pacíficas;
los Warriors escapándose vivos por el parque. El primer verso instruía
deleitando, era
un
acertijo básico formulado para la lengua estropajosa del borracho o la lengua
del filólogo plagado de sí;
el verso
que permite caminar hasta la hora del picnic
sin sentir
el hambre gimoteando en el estómago, ni la lluvia perfecta.
Por la
ciudad, alguna sirena colorada, algún triciclo marihuanero, las gemas para dar
patadas como en la playa,
quitándoselas
de encima la gente como balones de playa, como a niños mendigos
o
vendedores de rosas. La cotización de cada rosa interesa al poeta, una puede
ser millonaria entonces y arruinarse
al
segundo siguiente, carente de sintagma y colorido. Una por un beso. Una por un
dólar. Una de ocasión.
El ansia
de la rosa está relacionada -en un sexto sentido-
con la inmunda
caricia espiritual, el arrumaco. El beso es para llevarlo en un bolsillo sin
fondo,
falso como
la luz que rehace las palabras.
El poeta
-en su libreta minúscula anotando baratijas- es un anotador. En el café, anota naderías:
los cafés, la música
que
arrumba y se dispersa. Si quisiera pasar por genio no anotaría el discurso de
la televisión, pero
es un
arribista. Entra en el bar y olisquea el humazo del hachís del moro, se frota
las manos,
las
conversaciones fluyen en un idioma neutro-obsceno, grave: muchos en busca y
captura se relajan,
tocan
palmas y chapurrean el spanglish más heavy
de
Tijuana. En concreto, el poeta no claudica, ensaya un acercamiento a la
felicidad (que luce su mejor vestido de noche).
Aunque
nadie la vea, ella no va desnuda por la calle: podría hacerlo. Aunque nadie la
crea,
explica
un poema casero mezclado en las peores timbas de la escuela pública. Su voz
atruena un rato
para
desenfocarse y rebotar en el corcho del parque infantil (que es otra clase de parque). Realmente
tiene
clase para dar y tomar, ¡lástima que los poetas no dispongan de una grabadora
internacional!, algo inmediato.
Lástima
que las promesas se queden en la génesis del acto: una idea constructiva y nada
más.
La idea
es recorrer hasta encontrar un camino sin sombra; el trato era ése. Había que
dotar de nueva
perspectiva
al príncipe de los ladrones, confiscarle la ganzúa y darle un bello poemario
rumiado en
francés de andar por casa, hábito que hiciera al monje
más
arrepentido. El arte se da un aire, precisamente, a esa iluminación tan aseada. La puta poesía
de un
hacedor de llaves, una pomada para el vuelo: no va más, todo contra el espejo,
hasta que sangre.
SEMIÓTICA VULGAR
No es su
intención semántica, ni alberga aspiraciones extraliterarias (¡poéticas!),
sus
letras dirimen una forma, expulsan un demonio. Sus letras obran grandes
edificios como pirámides
mayas. Conciernen.
Mastica un pedazo de palabra como un ramo de qat, tartamudea
su
encanto a propósito para que dure tanto, para que anule sus pequeños éxitos.
Los
niños cuidan de sus intuiciones y la siguen camino del colegio. Ella es la
colegiala
moderna,
la de siempre. Su estilo no quiere decir nada de sus piernas. Sus veinte años
llevan un par de trenzas
replicantes
de pelo negro y longitud probable. Un vestido por debajo de la rodilla clara,
descalza
por la acera sin fin, redonda hasta el confín de la avenida
silbando
a los jilgueros arrugados por el humo. Una ilustre caravana de pequeños elfos
que todo
lo aprenden del movimiento leve, legendario de sus manos.
En la
calle toda magia es poca y se convierte en sonido. Cláxones
de
invierno, firmas que se gritan en la puerta del banco, personas que vocean. Hay
una variedad de mercancías
que
produce la inevitable saturación del mercado. El dinero corre que se mata,
circula
como un bólido por la capital. Abruman las grandes máquinas atornilladas.
Ahora,
nada vuela, solo una nube de mosquitos que es general y se confunde con el aire
(los aviones
cayeron
al mar). La desidia de las horas se ve rota,
interrumpida
por un gesto revelador, más importante que el banderazo de salida, más limpio
que un saludo militar,
el
ademán obsceno de la prioridad social. La muchacha ha conseguido el triunfo
y los
obreros palidecen en silencio, secretamente electrizados.
Ha sido
reanimado un recién nacido, masaje cardiovascular sobre su cuerpo endeble; pero
ella ha soplado
como en
una botella en su boquita líquida, apenas formada, ha repartido su aliento
entre la vida
y la
muerte. Y el bebé ha tosido de pronto, ha vomitado un poco. Luego se lo han
llevado
envuelto
en una sábana santa.
Donde no
hay jilguero: en el árbol medio roto detrás del taller, pegando a la avenida
que
trasmite su podrida esencia ciudadana, su sordidez tan crónica como el amor de
las iglesias y los gélidos portales.
Ella ha
curvado la melancolía a través de un verso inédito de su puño y letra,
a
vuelapluma de su boca tímida. No necesita poetas para torcer la voluntad de la
industria
y
convencer de otro mito a los creyentes; su religión es un salto a la fama, sus
mandamientos se han borrado
con el
tiempo de las aulas de la naturaleza.
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