Europa,
tan grande como una hectárea de fuego, como un estado americano, un mato grosso
cósmico.
La hecatombe. Sus barcos a la mar -témpanos perdidos-, sus tanques
a matar.
Dentro de cien años la Princesa habrá sido olvidada. Lo fueron sus hermanas,
su madre
fue olvidada entre plantas carnívoras de algodón en rama. El campo siempre ha
sido inmenso
para
esta familia: la pequeña judía escondida en el desván, la rosa clandestina que pasea
descalza
por las calles del barrio, la madre arrastrada por el fango y el océano.
Un
milagro tras otro, discretos milagros trenzados con los ojos, olvidados en la hacienda,
en la retaguardia
o el
navío. Cuántas voces tranquilas de pronto llenas de soberbia,
al punto
militares, carcelarias. Cuántos látigos y fustas, puños cerrados. Estos campos
de Europa y América
regados
con la sangre de una familia, con la sangre eterna de la infancia,
la
hermosa sangre de una muchacha inocente.
Y sus
voces acalladas. Sus voces de marfil, talladas en rubíes, acantilados negros y
preciosos,
tantos
abismos para formarse un eco. Estremecedor. El campo siempre ha sido una
desgracia
semejante
a la ciudad en llamas, bombardeada y sola, a punto de hundirse en el terreno
y
desaparecer. La tierra, metáfora del odio, metáfora del oro. El espacio
de las
almas que disputan a los ángeles la metafísica, su cátedra. El deseo de un
ángel es una gran decepción.
Dudan y
no se comprometen, dejan hacer a la naturaleza, que se desvive
por sus
hijos más fuertes en un festín de cadáveres, huesos
rotos y
realidad.
Ella ha
escondido su voz entre los labios como si fuera un beso
o un
malentendido. Ha permitido al tiempo dorarse entre sus labios como si fuese un
arma. Sus hombros
rectos
guardan el vestigio de otra vida, un acento del sur, una frase incendiaria.
Ningún
vestido ciñe
mejor su cintura que ese vestido viejo. Esta piel negada por el sol, ungida
en un
baño de nieve, más poderosa que la lluvia, más nívea que la frente de Gabriel.
Un
milagro es tan arduo porque hay que solventar un gran desgaste: raptos, engaños,
otros encantamientos; es preciso
actuar
con pulso estético, sin dios, como el niño que solo cree en su mirada,
desmontar
pieza a pieza el horizonte. Ella por la avenida con esos ojos santos
clavados
en la tierra, escuchando una voz que no es del mundo, que no es siquiera la voz
de la materia,
ni la
voz transparente de las eras. Un grito grande como la vista desde la montaña
para
decir: esta es mi casa; aquí no hay sombras
ni
puñales.
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