Parece
mentira que a la plaza (norte del pensamiento) acuda este tránsito moderno,
esta
profanación de los sentidos. Su vestido llena un círculo de propiedades, algo
como mirar a ver desde lo alto,
tolerar
un país extraño como propio y hacer borrón y cuenta nueva
del
futuro. Algo como sentir la fuerza de la altura, su potencial extremo. Es que
la altitud
acelera
el pensamiento y decide por uno la extensión del salto, su tiempo de vuelo. Hay
que tomar nota,
es
urgente nivelar la forma que está tomando el día, como desaprovechado,
y
tropezarse un poco con la puta acera en la que crecerá la hierba cuando todo
haya terminado de una vez. Y la música.
Sirva de
colofón exacto a una sobredosis de mercadotecnia. Es contra la publicidad que
dispara
sus
dardos el poeta. Aquel arrinconado en el ángulo más corto de la historia,
sujeto a sus cadenas
literarias,
a su romanticismo y sus divinas momias del edén.
Ella tomaba
un valor nulo entre el bullicio, la vorágine enferma de los autobuses
y las
limusinas, los taxis baratos conducidos por príncipes en el exilio. La
peatonalidad que el poeta describía
con
tintes surrealistas, monográficos, suscitaba controversias hacia la
esquizofrenia, podría haberse elevado
sobre la
ciudad con levedad magnífica, pero se arrastraba o deslizaba
su
cuerpo multitudinario con inusitada pesadez de peso muerto.
El poema
suponía un martirio controlado; se reabrían las brechas a cada verso vulgar,
malo
y cocido
en su caldo de poca enjundia y pobre salsa, disminuido por la crítica a lo sumo
enunciada,
descartado
por el folletín a causa de su endeblez de ingenio y su falsa prosapia,
su
prosodia infantil. Verso con ficha policial, retratado en el aire a cara o cruz,
identificado sin duda en la rueda
de
reconocimiento, físicamente débil. Oh, pero ella lo sufría, vaticinaba un
encuentro cerca de la noche, cerca
del
parque central, donde las calles burlan su caída y el peregrinaje se vuelve más
sutil o más certero, el sonido
claro de
las palabras acuciantes honra el silencio.
Un
jilguero gemía, un gatito en el árbol, un tranvía a deshora. Límites perversos
del espacio. Luces
blancas atiborrándose
de sombras, el león de la Metro justo antes de perder el último tren. Un paseo
por el agua del estanque,
fresca
magia encogida en la palma de la mano, dominándolo todo sin oraciones.
Escenario
para la libre representación del éxito, la matemática dulce
de sus
párpados silabeando a una ceguera y media por segundo. El seco espasmo de la
soledad después de la contienda,
los ojos
en sus marcas, veloces como púas de guitarra. El poema fingía un hecho extraordinario,
quimérico
e innatural: la multiplicación de los espejos, la mutilación del viento, brazo
a brazo. Los versos
se
ordenaban en canciones y su trama despedía un violento enjambre de motivos,
estilo y depravaciones por igual.
La
chica-milagro que vivía con un martini en la mano, un camel sin filtro entre
los labios: y esa es la felicidad.
Luego,
los coches, las escaleras de incendios, la fuerza antieconómica de la
generosidad social, el socialismo
en un
solo cartón para la cena, las espinas del pescado y las tiernas de la rosa
dificultando
un reparto estético. Arte a cuatro patas por debajo de la puerta del museo, un
reptil
de los atroces,
de los que miran al sol incluso en la montaña. Ella y su dedo índice, su
materia solar, su infancia.
Su amor,
oh, tibio como una estrella desolada.
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