F no es
un nombre perfecto, no es un nombre escolástico (aunque tenga preferencia).
Porque F
no es solamente un nombre, F es una muchacha que posee
el lustre
de la juventud: llama que no se extinguirá jamás. Su belleza proviene de un
lugar
salvaje
al sur de todo el firmamento, extenso sur sin principio ni ártico. La nieve es
difícil allí, se pronostica,
se mastica,
se escurre entre los dedos del ansia, ni siquiera comulga con el frío; allí la
nieve
es un detalle
(ensordecedor).
F
camina, baila con una chispa sobrenatural. Su nombre es tan hermoso como el
vértigo,
es un
nombre a un kilómetro del suelo, cerca de las estrellas. Se llaman como ella:
Sirio, Betelgeuse, Adhara. Hay diosas
que
responden a nombres menos altos. En escena, F se agranda, parece un mástil,
sus ojos
abanderan una rebelión. Esos ojos feroces para el beso,
fieros
ojos nativos, hondos como la tempestad. En una mirada así se acaba el tiempo, la
vela del cumpleaños se agota,
los días
desaparecen de su hilera, las horas amanecen a cualquier hora del día, la tarde
llega
tarde a su pecado, la noche no renace hasta que muere.
Cuando
canta, se refiere a una mañana perdida entre recuerdos, un párrafo de infancia,
nada
menos que el sol que viene a darse por vencido ante su rama
pura de
jilguero. Su risa que salta del espejo a la ventana blanqueando el cristal. Su
mano limpia y morena
que
adecenta rosales y remonta el jardín, muda y romántica. Hasta el parque.
El
parque es un contorno. Es un círculo entero, eterno, sin sendas especiales,
donde el
espacio transcurre en la corteza de un árbol y las hormigas pasan regando de
alegría el aire. Amplio
escenario
para el trabajo y la dignidad, para el estudio y el fortalecimiento
de los
corazones. Su corazón como una roca blanda, un caramelo de fresa, la rosa misma
hecha de
constancia y fuego. Sus labios habituados al prodigio,
llenos
de alma como palomas serias.
Se libra
del exceso y fuma con recato, sus pies anudan un camino hacia el mar. El suyo
no es un nombre
que se
pueda ocultar tras el silencio. Serenatas de luna rodean su garganta; una nube
progresa
para ella sobre el cielo mortalmente pálido. Sus caderas consienten el deseo,
contienen brisa, una brizna
de la
luz que arrasa el horizonte. Donde lo ordena, el desierto termina y comienza la
playa,
grifos
de espuma, húmedas columnas que sujetan el cuerpo de la noche; es la fiereza de
su clara soledad
haciéndose
eco de todas las sombras, de toda la música que fluye por las venas del mundo.
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