El muro,
la roca que protege, desde la que puede dibujarse el mar,
se puede
ver un largo camino hacia la montaña, la llanura harta de tamaño, no el bosque.
El
bosque es un parque desleído, no desarbolado, destinado al consumo de la
naturaleza; el detalle del bosque
es la
esperanza, no el trabajo. Por los senderos iguales igual pasa la chica-milagro
(hacia
la montaña no). En el parque hay fuentes medicinales donde rezan los niños,
nadie
juega. En el bosque, sin embargo, juegan las ardillas
y otros
roedores minúsculos y en el suelo cubierto de hojas no suele haber sangre
derramada.
De noche
los ruidos del parque son detonaciones. Pero los ruidos del bosque son el
trueno
y el
árbol derribado por el trueno, que no suena hasta que vuelan los pájaros
deprimidos, desahuciados. El cazador
conoce
el bosque de oídas, de pasada; de largo lo conoce mejor la chica-milagro (que
nunca ha estado allí):
cómo recorre
las veredas intrincadas, cómo lucha con la brújula del tiempo,
que
siempre marca el sur y el horizonte.
En el
parque el milagro se hacía de rogar; el chico vomitaba bilis entre
convulsiones, solo. Dos que andaban
con
navajas y rostros preocupados, serios, lo dejaron en paz. Un perro vagabundo
olisqueaba los restos de la última
cena con
apetito. La espera, pues, era la antítesis del divino mazazo obrado con cautela
por el ángel;
así que
el ángel había descendido de su altísima torre, nube blanca con forma
de roca
protectora o cielo dividido, para oficiar un rito, evacuar una consulta, emitir
un informe
en letra
comic sans, había despertado de su enojo con la competencia.
Ella
llegaba y sus ojos despedían raíces, ramas o ramitas, hojas de arce canadiense
y muñecos de nieve,
sus ojos
eran vórtices trucados; caminaba al ritmo de las novias, con su prieta
cadencia
y su arrebato febril, de orfebre sentimental, ¡oh, esa dedicación!, ese
desánimo. Tenía el alma
olvidada
un poco bajo una sábana (el espíritu no).
Llena de
espíritu se acercó entonces al muchacho perdido y el ángel reconoció su derrota
porque
eran turbias sus intenciones, eran poéticas y horribles. La chica-milagro
arriesgó su doctrina, su doctorado
en artes
aplicadas y besó la mitad de un espejo que yacía en el terreno sucio, sobre el
barro
espeso y
contagioso y las ardillas miraban como testigos, y desde la roca
nadie.
El chico se levantó de un salto, gritó, giró, barrió el instante con la mirada
fuera de sí.
Ella
cantaba, pero ya estaba lejos del relato, también lejos del aire que respiraba
la hierba
y los
jilgueros creían su alimento.
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