Había
rebotado de ciudad en ciudad; habituados sus ojos al movimiento errático
del
mundo. Bajo tierra, la indefensión se adueñaba del tiempo, el sueño intimista
se hacía posible,
la
utopía se verificaba en los andenes, la parada. Jessie acechaba una revelación,
una revolución,
la
aparición de su reflejo en las marquesinas, el ruido de su voz electrizada
fulminando la luz. Sus zapatos de tacón
soportaban
el peso de la verdad que separaba sus labios en una sonrisa
combatiente,
demasiado preciosa para llevarla de la mano en esa mañana del parque bajo el
cielo
escuálido
de las avenidas. Otra mañana lejos del hogar,
sorteando
las páginas de un libro interesante. Lo primero era el sistema de sonido, el
aparataje
disimulado
en las entrañas del monstruo, el estéreo grabado en las baldosas,
desenladrillado
en cada esquina conquistada al silencio.
Algo de
miedo es una bendición. El miedo resbala y se restaura, patina por la cuesta,
su descenso
es Tan
Apocalíptico. Los predicadores no confortan, resulta estresante su homilía
monocorde,
la
tenacidad con que rememoran la dureza del odio. A las puertas del infierno, hay
un letrero radiante que declara:
Bienaventurados los Ebrios (sin más explicaciones). En el parque Jess no
puede cantar,
no sea
que la oigan los artistas. Los profetas que aguardan el adviento y cosechan
ventiscas, tempestades
nómadas
y sin color. Por un lado se sabe que el negro es el color de la materia
cinematográfica,
la que irrumpe en los salones cautivos donde se celebran elegantes bailes (de
nuevo más concurridos
que
aquel de la pequeña Antoinette); ah, los antifaces, las máscaras anónimas,
felices
de los enamorados.
Jessie
procede del amor, se le nota en la cara. Su expresión es difícil de ignorar. Su
corazón produce un manto de nieve
-corazón
de invierno- y su blancura dinamita el adagio del futuro, es una predicción
más allá
del clima, como un orbe de fama que ascendiera triunfante. En el barrio todos
la conocen, la saludan
cuando espanta
las horas con un dedo, cuando regresa a casa sin ganas de cenar.
Claro
que algunos esperaban un milagro de su parte, un llanto prodigioso, siquiera
una iluminación desenfocada
como un gorjeo
efímero terminado en plumas de neón, algo con fibra -quizás- extraordinaria, la
cruz sobrenatural
que se
lleva en el pecho, cerca del nervioso latido y la melancolía. Tampoco los
versos
conjuraban
la historia, el cabello ceñido a su mandato escénico, su cuerpo teatral
masticando los diálogos,
alargándolos
hasta el infinito del mensaje. O la quietud del parque o la maquinaria
endiablaba
del ciclo
suburbano; así, un imposible entre el acero y el roble. Palabras muertas
cayéndose
despacio como gotas de lluvia, notas fúnebres. Jessie al final con una falda
oscura al extremo del reino;
y dios
pensando en ella, el sol pensando en ella, un ángel ebrio ocupando el trono de
la felicidad.
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