La cuestión
es encajar (en la realidad). Hay que encajar y comportarse. Unos ríen
desencajados,
otros ríen. El poeta no encaja, va detrás de ella todo el santo día,
tras un
sueño tremendo que no despierta de mañana. Las hojas del parque parecen hojas
del parque,
son
hojas del poema que no termina de encajar
con la
realidad. Pero ella existe: no hace milagros, es lo único.
Jessie
ha cantado en un estadio lleno de gargantas afónicas, lleno de estudiantes y
maestros,
lleno de
chicas y chicos de la calle. Lleno de gorriones en el gallinero. Su voz ha
tropezado con la esencia
de algo
real que había sucedido, ¡tantas cosas! Las cosas pasan
por
delante de los ojos como trenes sin acústica, bah, minucias, guiones sin prota-
gonista.
En el parque no hay tanta luz, no hay parque ahí,
no para
ella. El dinero pasa de mano en mano y no se detiene en esa casa pobre donde
viven los obreros
y esa pobre
chica pobre que un día iba descalza por la avenida; y así.
Como si
en el cadillac del KRIT cupieran Mara y todo el mundo, como haciendo un
arabesco, formando una cruz
gigante.
La verdad se ha formado una idea de la noche, ha creado un sonido
escalofriante
pero moderno, lo suficiente para que no se noten los trucos al trasluz.
Ahora la
chica-milagro se ha subido a la montaña para ver el sol, para oír. No hay
montaña que valga,
falta
desnivel artístico, no es lo bastante alta. La gente no va a escuchar nada, no
va a comprender.
El poema
ha funcionado un poco en llano, lisa y llanamente,
sin
esdrújulas molestas, luego ha derrapado deslizando su carruaje por la curva y
el lodo;
todo ha ido
demasiado rápido: la voz, el sonido, el tren, todo ha sido literario: Pynchon
reflejando el axioma,
su
teorema de la realidad-ambiente según un ciego con caché.
Al cabo,
Jess canta sin micro y sin vergüenza, sus piernas
van al
cine, van por libre, disueltas en un magma superior que no es parte de la
tierra, no sigue una cosmogonía útil
ni
conoce demiurgo ni cree en la providencia. Ojos que no ven; la voz ha prohibido
al resto del cuerpo
cualquier
cosa menos ser, cualquier acento nuevo, cualquier tinte para el pelo.
El
parque, como siempre, hierve de muchachas morenas prodigando
buenas
obras (siempre en sueños) y perros invisibles. El milagro ha estallado en el
rostro de la noche, mientras el viento
registra
picos de diferente intensidad y la lluvia le promete un epitafio al río. La
canción, en directo, se está
partiendo
el alma por la mano. Los versos repiten su estribillo inconsciente,
rectifican
su escala y se adaptan a los cambios de humor de la diva con inhumana suavidad.
Por el
aire cruje una bandada de ideales. Un piano loco se arranca de cuajo a tocar La
Marsellesa.
La vida
entra en acción,
desencajada.
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