Cómo que
el parque no existe. No es posible. Para Jordan,
que
pasea, es posible. Para Jordan es posible que los árboles no permitan ver el
mundo
como es (¿cómo
es?) Esto no es pasear, es una exploración con salacot y escarda, una
aproximación al paralaje,
la idea
de medir el cauce del arroyo, la posibilidad de estar ahí como una roca
en
Central Park. Aquí todo es central: el país, la memoria. En realidad, hay un
espacio que contiene,
un
continente del que no se puede escapar.
Un día
montada en un automóvil de los últimos, última generación, abollado y sin
faros, mirando por el retrovisor,
el cañón
de una pistola asomando la mirilla por detrás del escenario,
el
cuento de nunca acabar. La gente no estaba y eso que salía ganando, y no había
marías magdalenas,
no había
niños arrimados al fuego de la gracia. Solo un chucho más bien gris. Llamado
Gris.
Dicen
que no fue así. Fue bajo el árbol que todos conocían, ese tan publicano, el dichoso
árbol
gigante
que arropa al mundo; qué avatar. Es pasearse sin disparar un tiro: una
aspiración legítima. Saludar, incluso
llevarse
un dedo distraídamente a la visera, con educación.
Ayer
Jordan fumaba despacio en la sala de espera del colmado. Esperando el encargo.
Habrá que
trajinar un ligero envoltorio, al peso: unos cincuenta gramos. Sin preguntas.
Entregar, darse brillo.
La
canción de un jilguero difícil de silbar, el enésimo amago de tormenta. Ahora
la lluvia ha borrado su peaje, sus pasos
tímidos
entre los cascotes, restos de una casa derribada.
Ocurre
que la vida
se ha puesto
de un verdor insoportable. No hay sangre que resuelva ese doble carpado de la
naturaleza,
la
escarpadura precisa, recurrente en toda encrucijada, también en el camino
verdadero. Hacia ninguna parte
hace
falta una brújula de tierra, el artefacto para crear fortuna o recrear el
ansia. Es avanzar
cien ojos
a lo largo de las almas, sentir la pulcritud del inconsciente perfeccionando su
papel en otro pase de éxito. Jordan
ha
cantado para sí y eso es lo impresionante.
Necesitaba oír que era imposible, pero su boca ha pronunciado
un tiempo
nuevo, ha ondeado la bandera del amor sobre todo ese terreno
inundado
de vastas esperanzas. Pues su belleza reclama el mismo trono de sustancia
aérea, el intratable vuelo de la aguja.
Sale el
sol. Excepto en tantos corazones arrumbados como sólidas arpas
en el
telar de la melancolía, su retiro honroso, la casa de socorro de la forma
adonde
llegan nítidos aquel olor a carmín de la locura, la acetona del miedo y el oscuro
perfume de la imaginación.
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