Lista de
poemas. Tareas pendientes. En primer lugar, un poema feliz. El poema feliz es
un trasunto
de nada.
La nada que evoca se tambalea, precisamente. Haciendo cola en la barra del bar,
detrás
del humo. En la panadería resulta que se vende
solo el
espíritu de la contradicción. Jordan no lo tenía en su lista. La lista de la
compra es por ende una lista de poemas
pendientes
de rezar, retar, enjaretar. Se hilan y se hilvanan las rimas que faltan;
una formación
de perdedores en la cola de la iglesia esperando un litro de ginebra con
cocacola, matando chichas
con los
labios quemados. Esta fiebre que sucede sugiere un milagro
aguardentoso
(¿dónde?) más allá de la nube de Oort, un invernadero samurai donde se producen
desastrosos acontecimientos
que
nadie escucha ni remotamente.
Choque
de culturas en la cola del economato: un portorriqueño y un eslavo discutiendo
de filosofía
sobre si
Puerto Rico finge ser estadounidense para saltarse el turno de las naciones.
Los españoles mirando,
encogidos
como atletas en los tacos de salida, salidos también en toda la extensión de su
carácter, apañándoselas
como mercachifles.
Esto pasa en el barrio todas las mañanas
hasta la
hora de comer.
A partir
de las cinco salen los poetas, todos con el síndrome de existencia, bajo un sol
de justica que es la única
justicia
que (les) queda. Son –suelen ser– más listos que el hambre, más que sus
poemas
que
siempre hablan de confesiones y terror, del terror a los padres, el terror al café,
este horror fraternal que se te mete
dentro y
quema como un brasero de butano. Por fin, se encomiendan al altísimo (uno de
ellos).
Jordan
echa chispas por los ojos. Gris ha ladrado por rutina a un automóvil lento del
gang. En la pared, un mural
esquinero
dibujado a cuchillo con episodios sangrientos y una chica moderna vestida de
Marvel
haciéndose
las uñas con una motosierra minimal. En la cola de la discoteca un rapero
detrás de su mamá. Mami
a cuatro
patas vomitando la sardina, mami desnuda
de
cintura para abajo.
El poema
en sus trece, apechugando. Las manos vuelan, los revólveres
se han ahorrado
otro cadáver. Todas las manos inocentes de la ciudad convergen en un desierto
plagado de últimas voluntades.
Dicen
que el muerto tenía una fortuna enterrada bajo una piedra negra del parque,
junto a
la valla donde da comienzo un cementerio sin cruces. La banda lleva pisoteando
el lugar toda la vida,
pero el
jazz solo descubre los tesoros del aire. En la cola de la funeraria,
los
chicos se intercambian números de teléfono; aunque en el parque no haya
cobertura
hay que
llamar a quién de vez en cuando.
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