Están
los poetas que comen pizza a dentelladas, pero esos no la quieren.
Se
superponen y se ponen de puntillas para no ver, escriben de manera extravagante
para no
ver; ni siquiera advierten
la
mascarada del parque, su mensajería instantánea, no abarcan la amplitud de la
avenida, ni escuchan el vuelo de las chicas
afónicas
que no paran de bailar (y ni las ven bailar).
Están
los poetas que se pirran por una foto de familia, pero esos no la quieren.
Tampoco.
Esos no encuentran sentido a la bóveda fresca del ciprés y prefieren el soleado
estadio,
la
ordenada debacle del café con leche, la huérfana tranquilidad de los orfebres
planos y
su destino estatuario, y eligen la falsedad organizada en ideales estériles, su
inmensa idolatría.
¡Ah!, el
frío es de las sombras; gente desierta que se retira tarde, gente en desuso,
desnuda
hasta los huesos, gente que ve pasar las horas sentada y en silencio. No hacer
es un proyecto,
ella lo
sabe. Ella admira la quietud culpable, esta infancia
rota que
se desplaza exasperante y rima con su propia honestidad suicida.
El poeta
que la quiere disfruta de una soledad convicta. Hermosa. Ella es tan hermosa
que
rompe las postales, inunda el tópico, se infunde. La Musa siempre tuvo el poder
intenso de su antipolítica,
la
viveza de su puro antagonismo; posee un color atardecer
tan
masticable que remite al teatro de los primeros años, cuando todo era nuevo
como en
el escaparate del infierno.
Están
los poetas. Y ella está. Sumida en su entereza, su proceso. Es largo este
tiempo de paz:
gracias.
Si el aire disminuye y los planetas se acercan
enamorados.
Que la fuerza del mar arde en sus ojos y los versos resbalan por su barbilla leve;
los dinosaurios
juegan
en la tierra y alrededor del columpio las niñas bailan
(aunque nadie
las ve).
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