La tierra es un lugar amargo. El parque lo es y, no obstante,
tiene sus ventajas. Buenas ocasiones, por ejemplo: no es necesaria la
misantropía. Las personas
se odian sin cordialidad. La densidad de población es sahariana;
ermitaños y gente que desparece, más que aparecer, por temporadas,
lapsos que se espacian cada vez más
hasta convertirse en épocas, una desidia generalizada hacia las
relaciones sociales,
redes sociales, ciencias sociales, una desilusión producida por décadas
de socialismo monocorde
destinado a perpetuar todas las especies disponibles de aborregada
desigualdad.
Esta monotonía de la injusticia coral, el desvalimiento, la invasión
imperial en cualquiera de sus muchos aspectos
viciosos e imperiales; el imperialismo bajo la batuta escénica malandra
de Noname Gipsy, su voz aristocrática del Harlem
de Chicago luego de la tormenta, es tolerable,
deseable incluso, maleable, tórnase álgebra vocal, mental,
caramelos de menta que no hay, tiendas de barrio que no hay, tebeos de
los cuatro fantásticos, ideas Marvel
maravillosas que no han iluminado todavía.
No se tienen epifanías suficientes, por eso los ángeles copan el escaso
cielo azul silvestre,
se multiplican en un factor estimado increíble, hacen aguas para que
alguien camine sobre ellas con una cruz al hombro;
el caso es beber vino y tener hambre constantemente, sacarse el pañuelo
y vomitar en el parqué del comedor, esa ruina
intrascendente, algo arqueológica ya como un Gólgota o (repetimos) la bruta
Marmolada
dominatrix expulsando nubes con su tamaño y fortaleza. Imaginad un
monasterio
salvífico en la cima del peñón, uno con ventanas futuristas y
ventanucos pretéritos, uno asaeteado, deliberado,
contrito, donde los monjes consiguieran una potente acogida de
refugiados en contra de todas las naciones.
Jordan allí estaría con sus abejas maestras (¡Hacendosita!) zumbando
por los alrededores, libando bancales libres, haciendo
arte de las mariposas y su vuelo; y luego tened esa imaginación
calenturienta y precisad una legión de banqueros
corruptos arremolinados junto a la desgracia, vociferantes,
firmando sus contratos con la parte contratante de la segunda parte
criminal.
No, decimos; el rap disminuye según uno se adentra en las entrañas
físicas del parque y reconstruye su niñez en medio de algún desierto
violado por las carcajadas,
huérfanas del miedo (siempre ahí). Digamos que es el miedo a los
frutales, el miedo a los descampados angélicos
y ardientes puestos al principio del horizonte por una mano muerta,
la mano amiga de dios. Un miedo –significativo– al significado, un
terror apalabrado,
inseminado con la semilla del mal. Ah, pero la tierra igualmente
responde a la llamada de auxilio de la tuerta cizaña:
su cortesía agraria.
Jordan ha fijado su residencia junto a un manzano habitado,
un ciprés, una familia de olivos,
y desayuna libros,
y se acuesta sin lágrimas
después.
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