No es para sentirla; pellizcar los platillos con dos dedos,
matemáticamente,
subir el diapasón o actuar contra la monotonía de un vestido rojo.
Ahora el agua rebota en los canales,
hay un espacio similar a Marte con racimos verdes y montículos pelados,
el caudal de risa que traslada su pureza,
el sonido mercenario, religioso de la meditación; ríos de una aridez
que se confunde con la lluvia,
acuna porcentajes de silencio, prácticas de saxo tenor, oleaje del
piano y la madera
nueva, transmisores capaces. El poema se debilita en su concilio, entra
en el repertorio y se conduce con arrogancia,
procede de una rendición y un trauma, es un tránsito bélico simple
desde la soledad
a la ignorancia, del mutismo a la pronunciación y el pánico. Siempre.
Tiene miedo de sí; el verso tiembla
y su tremor alumbra un alumnado de insectos, una fecundidad de rosas tibias,
abejas que picasen en las dianas del tiempo,
líquidas y tormentosas. El concierto proporciona oportunidades,
estimula
relaciones, concreta visitas y violencias, valida términos opacos;
compra topacios en el mercado negro
de una antigua república. Comparad el ambiente. Sin verso, desanima,
parece decaído y postrado
ante una imagen sin gracia. Pero en cuanto la rima se adueña del
segundo siguiente y tiñe de armonía la seguridad
simétrica del relato continuo que llamamos existencia, que vive para
nosotros,
entonces, vuela el fuego que aligera las torres, se anulan los puentes
en su propia distancia.
La poesía no se siente caer de la altura completa que suponen los
cielos, su helada planicie, el desembarco.
Ni crepita ni se entiende, a pesar de la brújula y los relojes que
consuelan la profunda pena de la noche, su oquedad,
innata. En esta tierra de profetas, ¿quién no lo es? Se conocen los
vientos después de una sola
página de llanto, puede seguirse el rastro de una estrella
a partir de su manera de llamar a la oración, el tamaño de su dios o el
vigor de su presencia, la alegría que viene
envuelta en un sedal de luz maravillosa. ¿Cuál será el destino del aire?,
en este trozo del firmamento en el que sirve aún
el amor como moneda de cambio y los besos anuncian su palabra, la piel
es un reclamo
poderoso para los ojos limpios
de la máquina.
Contra el deseo, se estrellan los planetas soñados en grave penuria
espiritual, un estado
indómito del alma que no precisa duelo ni misericordia, se entrega con
el azúcar espeso de su locuacidad, propietaria
de un léxico vulgar y un extraordinario don de lenguas. Está de oferta
el verbo, su modestia lo complica todo;
a menudo hay en el espejo un dogma, algo irrepetible, el mismo
drama contado del revés, idéntica miseria referida desde un punto de
vista precipitado y externo,
que no se comporta ni facilita las cosas, que muere sin necesidad de
hacerlo y, sin haber nacido,
ya es parte de la nada creadora de mundos y tinieblas.
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