La ciudad de Los Ángeles no está en la ciudad de Los Ángeles. Hoy
reside en un lugar del arte,
en un valor positivo del parque, por encima del cero absoluto de la
imaginación:
donde Angel no encuentra las palabras y las sombras diluvian como rocas
de invierno.
Dios ha vuelto a nacer (después de una sobredosis). La ciudad es un
pronóstico reservado a la naturaleza, actas creativas
recorren sus bulevares en busca del KRIT (pero solo quieren ver a Mara,
tal vez sus labios solamente);
allí el poema se rige por un código turbio, un karma fronterizo que
dificulta la interacción.
Todo el mundo escribe su poema en la ciudad de los ángeles, lejos de
California y sus desiertos, al otro lado del océano;
entras en la barbería y ahí lo tienes, alzándose amenazador como una
situación embarazosa,
como un tebeo de los años sesenta, un disco de The Pretenders, con la
misma
voluntad desestabilizadora y esquiva.
Angel comete su pecado en toda regla, con todas las de la ley; deletrea
un premioso contraste, disimula un dolor de espalda categórico,
financia la teoría de la seducción con un parpadeo
pudiente y un signo de la cruz dibujado en la tierra, un corazón
cogiendo
altura, arrastrado por el viento suburbano. El milagro se tambalea
porque siempre tiene prisa por salir
a escena, es un término veloz, visto y no visto. Ella queda asaeteada,
calcinada, abandonada como una mascota
demasiado real, queda como Juana de Arco, una mezcla entre Teresa de
Jesús y Keny Arkana, entre Noname y Beyoncé;
¡ah!, su presencia inspiradora contribuye a idear un marco sofisticado
para la reacción.
El drama se torna epistolar o cobra un cariz extemporáneo, toma
distancia con las malas
decisiones de algunos fantasmas recalcitrantes. En concreto. El
ambiente dominado por un espectro de barba bíblica, blanca
hasta la indignación, una figura deprimente, autorizante,
estereotipada. La náusea de la prepotencia
con su admiración incorporada, su legión de críticos mansos y veraces; mágicas
teorías
estiradas a lomos de un grave intelecto.
Una conspiración a cada paso; desde la rama polar, en su divisadero
favorito, como desde el balcón
preferente, la platea de la calle ciento cuarenta y seis, otra calle
más al sur todavía, más al fondo de la luz
(en los antros desaparecidos de Dickens). El poeta sin buhardilla, sin
París, sin Nueva York, restringido a su aurora
de la ciudad de los ángeles, materializándose en un altar del arte,
fuera de lugar, a la espera de una revelación inadecuada,
el cromo que le falta, la soberbia interpretación de una actriz de
reparto (en el papel de J). Estad seguros:
la ciudad ha expirado en un semáforo en rojo, no cree en su color. Era
de noche, y el tiempo se había declarado
tiempo de silencio, y el espacio se había vaciado de instrumentos.
Y la noche acababa de empezar.
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