relatos, apuntes literarios...

viernes, 29 de septiembre de 2017

hipocampo


De apariencia bizantina, mucha brillantina. Es la ciudad; el tropo que domestica líneas
coordenadas. Lo sutil se apodera de la diestra opacidad, las sombras
cuadran el balance de la realidad, pesan
dos veces más de lo que parece, una en el espejo, y otra.

Oh, si brillan los labios cegados por un beso original, alto beso del aire
entre los edificios, entre la turbiedad enmarañada, aglutinada en torno a un sentimiento oscuro. Es su brusca
irrupción en la necrológica escena de las celebridades del pop. Es el desgarro. Presume
de una inocencia tan sublime, bien peinada, tan
cacareada y luego puesta en solfa, diáfana, pues.

El show frota sus terminales contra la chusma vocinglera; sin prodigios que obrar,
sin sustancia gris que exhibir en la palestra amarillenta de la class; sin claves ni esqueletos, ni arquitectura
voluntariosa, sin títulos académicos ni carromatos ausentes. Gipsy acelerada.

Hay que escuchar el deje que pringa paredones musicales
por toda la ciudad, hay que solucionar este problema bansky de la putrefacción del arte;
con todo, las muchachas ondean sus cabelleras, sus trenzas poemáticas, ebrias de metanfetamina y sudor.

La ciudad borbotea un cállate. Pasa de largo. La religión del automóvil
ha sufrido un choque multilateral, ha topado con un pájaro inmóvil, fénix pero menos, ligero
como un caballo de troya inverso contenido en la nada religiosa. Las chicas creen: hemos visto a dios –exclaman.
Se contradicen, su heroísmo no responde a esa noción injusta del ciego paraíso (o de París).

Secreto es todo lo que existe. Noche y ansiedad. El cómico sonido de los labios no existe. No existe la funda
de las gafas, ni el hipocampo, ninguna absurda identidad.
Nadie escribe sobre el agua. Pero el agua desea materia que escalar, cumbres vacías.


miércoles, 27 de septiembre de 2017

DDB


Hay una nueva estrella en el pasaje, se llama ella, se llama ELLAESDDB; sufre.
Tiene una voz erre que erre, exitosa, voluminosa en el tremendo espectro jamaicano de la superación. Lleva una corona
vívida, central. Es la Princesa que andábamos buscando (dicen los muchachos).

La roca pesa en el bolso, pesa más subirla a la montaña. Es una premonición,
se llama aurora, se llama un beso. Es la llama que pende de la boca, que prende en la maleza. Duele la luz,
la luz está chillando un espejismo, todo son barras de poder y una ejecutoria funesta; hasta el lenguaje
está siendo modificado a nuestra espalda, en un susurro.

Un detalle para ella: la poesía ha muerto para ella. Su silueta yace indiferente en el máximo suelo
disponible, okupa una casa vacía. Se ha vuelto zurda, se escribe con la mano izquierda, pero sin mano izquierda
(como quien dice, diciendo la verdad). Otrosí: baila de un modo zombificado,
se balancea estridente o es una indeseable (en su ficha policial). La música del poema ahora se escucha en un murmullo
mendicante, se desarrolla en un prototipo de escarpias,
escarcha que cubre el lado opuesto del césped intocable y su longitud
despreocupada. Los detectives andan nerviosos buscando una señal, el signo abanderado de otro crimen,
la huella desesperada del odio.

Ella es DDB y se mosquea con la tiara bendecida, cuajada de piedras preciosas y piedras otras piedras,
calcada del papel cuché y las mujercitas de la librería. Didibi es un nombre
vocalizado, con vocación de intensidad, algo perpetuo como un tesoro enterrado en la obra,
lúgubre & fine. Sus trenzas motoras vacilan y muerden un trozo grande del pastel, rajan del aire.

Es en parte un cómic librado a su suerte geográfica, deslocalizado a saber; pero su lengua
arranca multinacional, despega entre cañaverales y cadáveres. Se va mortificando, pero va a la escuela
y su salud es siempre un asunto de estado.



lunes, 25 de septiembre de 2017

Ángel 5


Sonríe, se siente amada, Ángel tomando el té. Su pasión es un despiste,
se ha perdido hojeando el diccionario. Calibra con sus versos instrumentos míticos, labra con sus besos
un campo sembrado de arlequines.

En prisión, con todos los complejos ajustándose,
asustados como golondrinas fuera del poema, trazando una órbita pasmosa alrededor del castillo. Cualquier Princesa.
Cualquier Ángel deportado, detectado como un misil
inteligente, divino proyectil dosificándose sobre la noche pulcra y arbolada.

Observad el megáfono triunfal, acostumbrado al reggae
botánico de la gente hermosa. El Ángel sonríe porque está de paso, porque piensa estar solo durante
una (sola) eternidad. Para dios, el tiempo es un cuenco de sopa inconsistente, un vino aguado, es una estrella que pierde
soledad. Y los días se confabulan con una fuerza destructiva
que al final necesita amanecer.

Todo es forma, se degrada constantemente; el mundo es como una oreja gigante, una nariz que aumenta
de tamaño. Algo que crece hasta desaparecer, hasta incomunicar la realidad.

Como es lógico, el Ángel se enamora de un formidable irreal. Como es lógico, el poeta cree en el amor del Ángel,
no en el amor de dios. El amor es una práctica paranoica que exige.
Concentración, ausencia. El árbol fundamental posee una raíz celosa de su belleza, no de su felicidad. Dios
alardea pero no muerde: ha destinado tantos profetas
al espacio que ya no alcanza a disponer el pasado de un modo convincente.

Nadie conoce el futuro del Ángel, salvo el primer verso del prójimo, la canción
siguiente aleatoria, el continuo literario que no para de engancharse a las páginas tiradas por el suelo, de suceder
tras las cortinas fucsia de una casa arruinada por el arte.



sábado, 23 de septiembre de 2017

si todo importa


Más de quinientas veces el poema ha reconocido su impotencia,
su importancia también. Su recorrido es un circuito de motocross donde abundan los accidentes gramaticales.
La prosa rueda en motopross actualizándose como una aplicación
desaplicada. Sucumbe a la tentación del verso y entonces aparece el futurismo
atónito que tan bien queda. En cualquier recepción, en las fiestas privadas a reventar de público
independiente, una muchacha gótica con los labios pintados de rotundo fracaso
es la triunfadora de la noche.

Fatalidad: todos ocupan sus palacios adosados, cada muchacha se asoma al ventanuco de su torreón y deja
caer un mechón de su kilométrico cabello –young Rapunxel– mientras entona un aria
dura como un rap acalambrado. Sonar, lo único que suena es el bullicio de las páginas
pasando entre estertores, puntos de lectura y barricadas
armónicas. El porvenir se debilita ante tanta ficción esmerilada, tanto cuento estoico y tanta fascinación por la literatura;
hay autores que incluso reniegan de su autoría y se suben a una rama baja del árbol como si fueran nobles italianos
seducidos por el arte de la renunciación.

Angel es una de esas personas que representan un barullo existencial,
su locuacidad es el silencio de todos, su belleza, un espectáculo barroco, su destino, la causa norteamericana: un linchamiento
posmoderno efectuado en mitad del sueño de los justos.

La frecuencia del abismo condiciona el eco, desnuda de pretensiones o de presiones la voz del artista,
que siempre es un creativo marginal, reincidente, marciano. La voz procede de la historia, aunque sobreactúa
como un personaje histórico que echase espuma por la boca. Naturalmente, el poeta se echa
a dormir antes de la epifanía, antes del tumulto final del que saldrá fortalecido su estro,
bendecida su frente, regalada su pluma con la agilidad astronómica del verbo extraoficial,
colosal de los clásicos valores.

Más de seiscientas veces el poema ha perdido de vista su in-trascendencia, se ha robotizado en torno a las estanterías –cierto 
apocalipsis horizontal con sus nubes sulfúricas y su atmósfera venusiana. El poema ha resbalado
como una lágrima lechosa o una guitarra eléctrica dominando la puerta de atrás de la conciencia. Y algún
poeta ha descendido a la metáfora para conocerse, ha retorcido los espejos con sus propias manos
cristalinas, ha rendido los ojos a la guerra total de la verdad rescrita y ha gritado de pronto:
¡oh, amor si nada importa, oh, destacado infierno!



jueves, 21 de septiembre de 2017

compro oro


Dentro del laberinto las expectativas. Y el cielo. Un azul que se lo come
todo. Nubes de priva para privar. Huracanes golosos. Se desmadra el glorioso huracán, lleva nombre
de inmigrante ilegal, más tozudo. Los personajes del fatigoso dédalo acorazan su perfil de FB
como tortugas romanas. Esto sucede en una caverna o alrededor del parque,
fuera de sitio, es una ocurrencia de la realidad que tiene lugar en el poema porque no puede ser. Las rosas, a menudo,
se prometen irrompibles como cuchillos de acero inoxidable; la lluvia, por ejemplo, es un disco rayado,
pero ahora no llueve –jamás– y el sol es otro intruso acorazado como un rey sin palabra.

Jordan sale en el poema porque tiene que llover, su presencia
es una rogativa, una danza con ingredientes mágicos que estimula la deflagración de la atmósfera y el consiguiente
¡chaparrón! Antes llovía con cuentagotas, los ancianos las contaban, eran actuarios catastróficos. El poema
recuerda un momento histórico demasiado opulento, asfixiado de ríos caudales y cables
monitorizando el mar.

En la tradición del parque, el bautismo es un rebozado de arena. Religión no hay.
Hay popes y gente gentil con tirabuzones que pasea a su golem con correa (y una bolsa de basura para las deposiciones).
Hay monjas con leotardos que fuman imparables el mejor material de la comarca. Lisiados
que compran oro. Masas revolucionarias a la vuelta de la esquina.

Está Jordan en el gueto a la vuelta de la esquina jugando a la ruleta. Sus ojos marchan
hacia la hecatombe, giran en un vórtice mainstream. La verdad es que llueve porque dios lo ha querido, pero llueve
algo espeso como la baba de un ente dormido, un caracol sideral. El ángel, en un segundo plano,
protagoniza un martirio de felicidad, es tan feliz como un plomo caído del infierno: tiene poderes. Sufre
por poderes una crucifixión extraterrestre sobre una cruz de ocho brazos, vitruviana por poco, a horcajadas,
como si dijéramos.

El Minotauro es un monosabio, también un monosílabo (aunque no lo parezca). Dice yes cuando tiene para elegir;
conoce los caminos y rodea las cúpulas, acaricia la hierba con sus patas de bronce:
es un trampantojo imperialista. En la tienda de suvenires de la entrada se venden miniaturas con los cuernos
afeitados. Resulta que hay un eco futurista en cada curva pronunciada, en cada canal de noticias, que repite
los mantras de una comisión cultural. El último poema comparece ante el jurado; Jordan
se ha quemado la toga con el ascua de un cigarrillo americano. En la calle,
ladran los perros; el área se devora a sí misma con apetito romántico. Tanta justicia cabe en un fondo de armario,
colecciona traumatismos, heridas sin honor, pero el amor se dibuja coronado de nieve
y de laurel.


lunes, 18 de septiembre de 2017

gueto fan


Está el gueto, está Jordan y está Gris. Fuera del perímetro acorralado,
hay ciudad. El parque todo lo incorpora, es un campo de Higgs que presta contenido a la función, es el libreto
repasado cien mil veces que traduce la ópera. En el gueto opera una estrategia
camorrista; bandas desorganizadas irrumpen
pisando la hierba, o leyendo a Roth en el ínterin entre dos acometidas. Un director salvaje
filma los disturbios con lealtad y orgullo de clase. Sin embargo, el marco
resulta atractivo como una boa constrictor, como la plaza de San Marcos bajo un sayo de tela basta.

Tú sabes que estás en el gueto por el humo. El humo y los remiendos que atizan el cielo; la longitud
trasera de las filas interminables de casas vacías, ese paisaje combativo. Allá la juventud
cantante, que fuma como si no hubiera, que pronuncia el inglés como si fuera
igbo, que pronuncia el silencio como si se estuviera comiendo una granada. Quién diría que el amor se entretiene
entre los callejones, brinda deliciosos momentos de complicidad y abulia,
aspavientos coloristas de las frescas bandadas otoñales.

Revientan los oídos en el descampado porque alguien agita un tema recurrente; los chavales andan despiertos del soul,
retrasan los relojes y se orientan a través de una estrella roja que parpadea en el fondo de un vaso de cerveza.
Líbranos del mal. El aire se ha convertido en un procedimiento, raspa como un tiro de mosca. Jordan
festeja la noche vestida alrededor de un estilo arrabalero, unos vaqueros
rotos por el arte, o desparecidos en el último desfile de confeti.

Hay una frase que se indigna, que ondula fatigosamente, clama
en un vacío hexagonal, curva el horizonte y sucede sin pedir permiso. El diálogo existe
desde que difunde un panorama de responsabilidades, se abrocha de palabras hasta el cuello, bebe rastros de licor
(dulce como Azealia-two-one-two). Los ojos orbitan un simulacro proceloso, visitan cada sombra, abrazan árboles enfermos,
pisan la hierba –¡los ojos pisan la hierba!

Jordan se ha modificado la historia para que no pase nada: pasa que ella
representa de forma inexpresable, mejor que nadie abruma con su abultado pálpito, su palmito irreverente, el reverso
de la claridad. En el parque –sustituido ahora por una serpiente mítica– los disparos convocan a la multitud.
Se distribuye comida caducada a los escritores nativos y sus familias, tan necesitadas; mientras, el poeta
forcejea con el fin de siglo o cualquier otro concepto resbaloso, asiste
al gran estreno de la realidad y saborea un inglés fluorescente que nunca significa lo que quiere decir.


sábado, 16 de septiembre de 2017

un objeto tirado en la conciencia


Jordan ha causado un estropicio en la belleza. Puede verse en los postes de telégrafo o en la puerta
de la peluquería envenenada. Los pájaros interpretan, reconocen la savia poderosa que baña la homilía cargante,
aprenden de memoria conversaciones privadas y vuelan luego cargados de razón. La belleza
minimiza las apariencias, es un contraste permanente, rinde
cuentas ante la verdad solo los días pares (y hoy ha amanecido un día con cara de primo). Hoy la posmentira
inunda de piedad los pasillos del súper. Personas obesas recorren con la vista las estanterías superiores, los recovecos
recién abrillantados por la máquina del tiempo; hay niños maravillosos que miran maravillados,
niños con enfermedades avanzadas que miran al suelo con precaución.

La belleza ha sido malversada. Y Jordan es responsable de cierta desolación fuera de lo común,
tal vez distributiva incluso a un nivel ilegal. Ha pronunciado algunas palabras básicas y su verborrea corrupta
ha saciado el ansia de profundidad de los insensatos; y no, no vestía de blanco ni de amarillo
chillón. Su procedimiento chifla a las autoridades,
consigue su botín de forma apenas concluyente; pues su forma es el poema
prefecto que persigue la prosa y desecha la lírica por su falta de enganche.
En vano, el poema se ha partido el cuello de tanto volver la cabeza para atrás, de tanto volver sobre sus pasos
tras la moderna impronta de aquellos débiles monarcas…, sus columnas patrióticas, su señal de la cruz,
ese método fiel de persignarse sin mecer la sombra y con los ojos puestos en (por ejemplo) un espacio nevado.

Nieve para cenar. Es extraordinaria, se funde. Jordan también ha fundado
una congregación propagandística que tiene como fin. Tiene como un fin, algo semejante a un objeto
tirado en la conciencia, el inmovilismo típico de la mente y sus contactos, la soledad atávica del arte escabulléndose
hacia la zona oscura del talento, disfrazado de recuerdo o de obscenidad,
¡ah!, esa sordidez preparatoria que acondiciona la respiración a la temperatura de la taquicardia.

Preguntarse quién pone la comida en la mesa durante todo el invierno. Quién lee la carta de ajuste de los restaurantes
chinos afroamericanos, quién sube las escaleras del puente de Brooklyn, quién amaga pero no, quién dispara
con las balas falsas de Detroit, quién se mata cada vez que abre la boca para susurrar un beso. Los versos ahora
vienen por la orilla, caen desde un estrato proporcional a su gravedad; han escarbado
o han sacado del cieno del anonimato granjas peculiares con depurados árboles unshu mikan,
cooperativas cósmicas. Jordan no conoce las respuestas; al cabo,
lleva unos pendientes con la efigie de un icono marxista (nadie la va a detener por eso a estas alturas). El contraste
significa, bordea la indefinición aunque no lo demuestre; se atranca
pero recicla su basura en cubitos de hielo que se derriten como halos fantasmales al filo de su tierna humanidad.



jueves, 14 de septiembre de 2017

cartuja


Frente a la tapia de la Cartuja, junto a las moreras que ofrecen su ambrosía, el rosa que bizquea
sobre la línea del horizonte. La estela del avión es parte de un pasado
ligero; ni las campanas vuelan en respuesta al olvido ni las puertas ocultan sepulcros
blanqueados.

Al anochecer, salen las muchachas de sus trances, visten monos naranja, túnicas azules, hábitos voluptuosos,
llevan gorras de béisbol y zapatillas furtivas, se fuman el cogollo de la santidad. La música es un compuesto
de amor y vanagloria o de amor y chillidos parnasianos,
somníferos naturales, todo lo real acompañando a la realidad, como en un mal sueño.

La pesadilla se alarga cuando el sol abochorna el trapecio celeste, y nadie quiere despertar. Colillas mal apagadas,
húmedas chicharras, sonados incendios de la personalidad: es lo más en boga.  El mar ha desembarcado
en el parque con su parafernalia de algas y de puertos, diques y escolleras.
Los peces se mueven con desgana; bajo el agua, un universo crónico se desangra, irrita
como unos pantalones de nailon o una chaqueta cruzada. El viajero descubre las torres sumergidas,
graves y sinuosas, los pasillos emergentes, los navíos.

Frente a la tapia de la prisión, en el gran patio que conduce a las múltiples sesiones
desesperadas de la desesperación, pueden observarse el conducto racial y el conducto lucrativo; la renta per cápita
es un depredador que acumula víctimas de ojos oscuros. Los arqueólogos neutrales
sospechan que en la grava existen huellas de gente negra como el carbón, negra como una victoria,
negra como la risa de los ángeles.

En el campo, el poeta reitera un previo de su pequeña muerte de todos los días. Con éxito. Existe un público
entregado para la ocasión, una miscelánea de nacionales apátridas y gitanos de la diáspora, judíos
castellanos y profetas del silencio. Entonces, cada día,
se produce el milagro de la condenación.

Cuando nadie alcanza a percibir las maniobras astrales y la luna comunica su hermosura sin interferencias,
el mundo se tropieza en cualquier tapia, en cualquier muro puede verse escrito un nombre,
dibujada una sombra o el contorno de un alma que decrece.


René Magritte - La Victoria (1939)