París es el lugar ideal para fracasar en la
vida.
David Foenkinos (La
biblioteca de los libros rechazados)
Pero Jordan ha estado en París cargando con el muerto. El parque es tan
enorme que tiene
su elíseo y su galimatías. Varios grados de la esfera,
meridianos completos, ecuadores en lata. Mundo, lo que se dice. El
mundo se ha fracturado la rodilla,
sangra pecados por la existencia de dios, rima fumatas blancas, árboles
de humo; un público insistente
asiste a la generación de la rosa,
verso a verso.
París se contrapone a tanto gesto, aguanta de rodillas hasta el décimo
asalto, te mira por encima del hombro. Estar
en el infierno es más distraído: uno se conserva mejor. Tras las rejas
continúa la representación cambiante del fracaso, su manojo de
hipocresía. El tiempo
maneja la verdad con destreza, llena de hipérboles la realidad y la
mastica durante una milésima de buen comportamiento.
Gombrowicz era el rey de comportarse,
podía pasearse desnudo por un recital de piano y la gente aplaudía
entusiasmada la tiranía de la moda;
como Keats, podía declamar de corrido un poema anular al estilo de
Browning,
conocía la etiqueta propicia, la class disciplinada de cruel
naturaleza, el acoso
infantil y sus estados.
Por cierto que Jordan se juzga con benevolencia, su mirada es un
cuchillo de algodón,
fuma cardúmenes de hierba, vende espuma en un tarro de lágrimas. En su
casa, las burbujas se cierran con el estruendo
dorado de las lamentaciones, hay una ley de oro en su manera de batir
las ventanas del pasado. ¡Prohibid los espejos,
condenad los balcones! Ardan las golondrinas en la viga maestra del
crepúsculo.
El poema vuelve sobre sus pasos porque existe un milagro al pie del
horizonte. Es su manera de acumular
dilemas, montañas de pronósticos, huecos absurdos donde dejar
caer un enfermizo retrato de la noche incendiaria. ¡Es tan moderno el
corazón
del fuego! Tan rápido se alejan las cenizas en alas del ramaje o en brazos
de algún ángel
carcomido por el remordimiento.
Precede al pálpito un beso destinado a morir en el mirador de las
estrellas; el Bosque de Bolonia asciende
–sespiriano en el fondo– por una escala mágica hasta la compasiva
frente de la bella muchacha,
allí despliega sus banderas de azúcar, su blando itinerario. Al término
del aire,
se comparte el aliento con las flores
y, en un arco triunfante, la escarcha dibuja un panorama de incierta
algarabía.
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