Como un arpa mascullada en el segundo plano de la música (o en un vano
rincón), yace
La Gran Obra Maestra. No es país. El parque no merece calificativos
sino dentro del poema que no existe. La obra
modera su expresionismo intacto, arrabalea concienzuda, conspicua, y se
deja
llevar por la mirada ingenua de cualquier filántropo sin aspiraciones,
cualquier ángel de sonrisa confiada.
Ojos metalizados; nuestro ángel
tan nuestro, compañero de viaje. Inspirando tormentas en la cola del
paro. Sú música
es un verbo amable dedicado a la industria indiscriminada de la probatura.
Su desamparo focaliza silencios sobre
la multitud henchida de pobreza, curada de encanto.
El cielo se ha puesto de parte de la ingeniería, llueve un mecano de
gotas
articuladas, alambicadas y dulces solo en la parte que corresponde a la
prosa, en esa parte anónima del viento. Esta melodía
enaltece, consigue una reconducción de la miseria; llueven banderas
inútiles. Los huérfanos tienen por fin a quién injuriar por su nombre
de pila, a quién no parecerse
en el espejo.
Aaliyah es un ángel formal que casi nunca tiene fiebre –aunque se haya
estrellado en las estrellas. Sus manos
elegantes, sus piernas. Su cabello prófugo de sombras, vertebrado en la
sangre y la marea;
y aquel deslizamiento de su estampa, el cromo que se compra en la
reventa, la condecoración.
¡Cuánta voz defiende su memoria! Cuánta le nace de la pluma
callada, la garganta mecánica. De un beso suyo, brota un eslabón de
carne
encadenada al deseo. Ante su claridad, la Luna se encoge como un peso
muerto en el espacio.
Para leer una obra maestra
es conveniente conocer la historia, una entre un millón. La historia
dice que el poema
no vale la pena, que el lenguaje es un campo de tiro. Lo importante es
pisar la hierba y percatarse, acaso,
de la helada, y sumergirse en el pozo del destino con la respiración hecha
jirones, la belleza del mundo
entre las cejas, a punto de caer, irreal, sobre el asfalto
invencible de la noche.
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