Bajo el
polvo, maduran los milagros. La vejez es la flor de la vida: en la incapacidad
reside
el verdadero amor. Jordan exhibe
su
juventud de oro, el pelo negro que ha pactado su fiereza con la noche. Ya no
está Frank Ocean
para
cantar con estilo, los márgenes del parque
marginan.
No hay comida, solo un pedazo de tela hecha de luto,
un
trapo de humo arrimado al caldero de la gloria.
Mirar
al cielo es una tradición. Drones y otros lívidos artefactos,
dragones
y poetas, orgullo de la tierra. La cámara oculta retransmite una persecución en
varias
dimensiones (11), se oyen disparos sin luz, cañones de luz.
Chicos
y chicas cantando, bailando, reventando la soledad del escenario;
un
antiguo epitafio de The Roots abre la misa de difuntos. El bar alza el telón y
saca los perros a la calle, Jordan
pide
una palanca, pide un destornillador, pide tiempo. El fuego se escucha a todas
horas,
lejos,
cerca, alternativamente, lejos/cerca, tan lejos como si quemase,
tan
cerca como fuere necesario.
Nos hemos vuelto de hierro de tanto echar
raíces –dice Jordan.
Este campo
obtiene
manantiales del exilio, alivia el pensamiento de la nieve, acuna locomotoras en
sus brazos de oro. ¡Eh!, ¡anda,
súbete
al próximo vagón! La lentitud de la tarde es como una señal de terciopelo, como
un carro de seda transparente,
lleva
el riesgo en la solapa.
Cuánta
pobreza de las almas, pasajeros sin uso, como hermanos de nadie. Las almas
brillan
en su ciclo, adornan su espera con figuras teatrales mientras absorben la
curvatura del mal. La fortuna
se
repite, difunde ecos de sociedad, banderines de intercambio, guarda el
resplandor de su pereza o atesora
las cápsulas
del sueño.
En el
cofre se ha hecho la oscuridad que prometía el verso, nada más
que un
rayo de ausencia, únicamente el fondo. Hay que recorrer el fondo del río, el
hilo conductor de una balada,
difuminar
la sangre que se filtra por las ranuras del pasado y encharca
la
realidad como un ángel sin entrada para el baile, listo para filmar la última
estación.
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