Destiny
ha colaborado con la justicia; no tiene sentido,
si estaba
todo dicho. Los niños jugaban con un pensamiento pasado por agua,
salpicaban
su alegría donde no había nadie; en medio de la plaza, todo era una samba
gigante
como un
algoritmo, el tiananmen de los libros perdidos, el cementerio de la luna. Qué
añoranza
de puentes
de piedra, salamandras y cactus; en el desierto, el mundo es como un sueño
acorazado
donde no tuviese cabida la noche, ni acudieran los perros con su paso de
confianza,
su peso
y su mordisco. Hasta las dunas han florecido hoy
paginas
y páginas de sucesos, novelas del oeste y barbitúricos sin receta (fuente de
realidad).
Dicen
que el verso se parece a una rotonda, pero suele darse un aire a la venganza, recta
como una velocidad
de
escape, fuera de sí. Se mimetizan las líneas, se trenzan en un baile
afrodisiaco, una comida de rosas;
poner
la mesa es una relación sin entusiasmo, una recreación del anonimato mismo.
Algunos
se rindieron enseguida, reían y ridiculizaban, tan engolados; ahora no. El
parque
ha
congelado las sonrisas, que ahora son rictus alcohólicos, fingimientos y
paradas cardíacas, holocaustos zombis
a un
nivel desconocido. Hace falta un animal de combate para salir indemne y hay que
saber leer.
Tanta
poesía se ha convertido en una profanación continua del lenguaje; tanto huir de
la belleza para qué,
si la
belleza es buena compañía, si la cerveza en buena compañía (si la compañía del
gas había cortado el suministro).
Esta
pobreza derivada de la escoria anunciada por los clérigos, tal lluvia de
meteoritos
impermeables
llenando de cráteres la sombra del futuro. El poeta pudo ser como un hechicero
Sioux y se quedó en aficionado
al
séptimo arte: su película favorita siempre fue El Resplandor.
Ocurre
que el KRIT había publicado su disco más compacto, una barbaridad para oídos
estoicos,
héroes de plastilina con pectorales muy desarrollados, heroínas del soul con
almas
condenadas
al café de la mañana, capturadas por el soplo natural y la maravillosa soledad
social.
Y Destiny, que escuchaba a todas horas la mecánica insospechada y congruente,
las letras impías manufacturadas
en un
taller vietnamita del extrarradio. (Pues) el planeta giraba sus últimos
destellos
y la manivela de dios chirriaba como un domingo en el espacio, un sexto día
para la infancia; el verso
funcionaba
entonces nuevo calmante definitivo, tisana completa y las palabras se removían
en sus tumbas,
decididas
a cambiar –por un segundo– la familiar atmósfera del odio.
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