Con un
poco de vergüenza
se lee
el poema (cuando el poema es de amor).
El
poema de amor cuelga de su rama perfecta, no se desmorona, finge su caída,
pero
aguanta incluso el conteo de un lejano
campanario,
la turba ajetreada de las abejas golosas, el añejo perfume del anochecer.
Jordan y su mejor amiga
repiten
un nombre, ríen con un poco de vergüenza, porque el poema siempre
hace
algo de gracia (cuando el poema es de amor).
Las
chicas han subido a un avión varado en el desierto, se disponen a viajar a otra
ciudad
de Los Ángeles. Tienen el mar a un lado, como un pensamiento
ajeno,
divertido; las olas sestean en la plácida memoria del océano, se repliegan y
lanzan su frescura otoñal hacia un metro
cuadrado
de recuerdo, desatan la sonrisa del ayer. El pasado
se
curva –como todos los besos–, acaso sirva a una multitud de labios, una paleta
de carmín.
Verso a
verso, el poema ha declarado la guerra
al
mañana tranquilo, al paseo tranquilo bajo el sol y las hojas, la noción
literaria
de un espacio protegido por la bondad de la naturaleza, rendido a la trifulca
de un dios apaciguado. El amor
se
triplica como en un milagro independiente,
vuelca
una pócima sobria en la vena sangrante de la aurora, sus ojos aumentan de
tamaño como libros recién
escritos
por una mano desmañada.
Jordan
ha formado una familia con diez pájaros de nombre impronunciable. Y se ríe.
Pero el nombre
en el
poema es otro, y libra su batalla en la frontera, es un contrato con la
oscuridad. (Cuando el poema es de amor) la poesía
roza el
espectáculo, hace cosquillas en el alma, termina de arruinar el primer baile y monta
en su jet
privado
con destino a la playa de Los Ángeles,
donde
quiera que esté.
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