Una
flor no tiene nombre, tampoco los árboles (no hay casas
en el
verso). Las nubes. El planeta tenía su remordimiento, un conjunto vacío; de
acuerdo,
era un
campo propicio, experimental. La Tierra es ahora tan pequeña como un campo a la
vista,
un
terruño masacrado, tan ligero como el parque que se revela desde una altura
discreta,
siquiera prolongada el escaso vuelo de la mariposa, y ya.
Qué
flor tan tímida; Jordan la mira (es en tecnicolor) con ojos y párpados,
ojos-pájaros
que se le van detrás; el color apunta a una resurrección acompasada, impasible,
algo casi en acción,
verbal
pero acelerándose a cada reflejo.
Diríase
procede de la carne, es un ritmo nativo con calambres en las extremidades, una
especie de danza estrangulada
o
demasiado coloquial para la escena. Predicadores hubo que desearon la noche,
dieron
pábulo a la piel de la inocencia, se ocultaban tras estampas y doseles,
viajaban por el aire
como
palabras mágicas, también como la sed, el hambre y la justicia,
en
absoluto como el amor.
Pertenece
el amor a ese paisaje rectificado, rocambolesco de las buenas intenciones, se remansa
un día
en el
espíritu, planta en el espacio la semilla de su profanación. Pues tiempo que
perder
es lo
único que existe, silencio y dejadez,
olvido
y pérdida. Sorprende que los ángeles sean muchachas vestidas de blanco para la ocasión,
expulsadas
del duro
paraíso, orgullosas de su duelo y su confianza.
Se
verifica, sin embargo, la extraordinaria resolución de las murallas, una
capital de túneles
ferroviarios
a la que escapar del propio pensamiento, una ciudad de manantiales secos y
pozos congelados,
trazas de
cualquier imperio colapsado, de cualquier gobierno en las tinieblas.
Jordan
crea la flor en su memoria, recrea un cetro y un palacio para sus trenzas y su
claridad, porque solo hay un nombre
más
allá de la forma que codifica esferas y diluvios, que atesora el trabajo en paletadas
de espuma, sudor y movimiento;
si apenas
quedan cruces en la cara B de la alegría.
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