Ella es
hermosa solo para el río,
en él
su rostro se refleja y muere cada día, ejecuta la piedra sus cabriolas y el
cielo
se
desprende al azar de su quimera, deja
caer una
ventanilla de verano, el soplo de otra ilusa madrugada de abril.
La luz
recorre el parque sin nada que ocultar, hasta de noche
vigila
la lividez de las sombras, construye un arte
visionario
debajo de la piel, se entierra para volar más hondo.
Jordan
se repone,
bebe
despacio, se viste de manera que su encanto fructifique en una poderosa
calma,
un rutilante espacio donde colorear. Sus labios, ahora, brillan con el espíritu
de la presa, se unen
a la
corriente y pesan algo más, y besan algo que no tiene nombre
todavía.
Hay
espejos por todas partes, la voz del aire es un arco mineral, la hierba es un raso
mineral; toda respiración incluye
minerales
y formas, rectángulos, trapecios cortados
de
forma que la luz incida en su mirada culpable, extraiga una connivencia
inmaterial
de ese roce perpetuo con la resolución y el orden.
Pero no
todos los espejos son para ella, algunos se le quiebran de pronto en el regazo,
otros
balbucean una imagen contraria, se disputan el regalo frutal de su íntimo
estado,
la fascinación que genera su inocente confianza.
Jordan
espera un suave logro, aguarda una epifanía. Espera algo
que no viene
de parte de la espada, ni es un ángel, ni cuenta las hazañas del amor. Pues no
es amor lo que arranca
desde
la fría palidez del campo, lo que acude al prudente reclamo de la idea.
Su
belleza ha permanecido inerte durante el sueño,
diríase
que ha muerto como un pájaro verde, una hoja seca; yace
tendida
en el umbral del alma, donde la pisan los tíndalos y la Luna la recoge para
acunarla dulcemente en su lengua de plata.
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