Grietas
por donde se filtra el drama, un suceder disonante como un derrumbamiento,
socavones
tangibles, fallas sísmicas, denuncias; todo ha ocurrido después de ocurrir, por
segunda,
por
tercera vez, por última. Quién pasea el cochecito del niño, quién da de comer a
las palomas; pero nadie pregunta.
Los
ojos se han partido en dos visiones nocturnas, las manos
han
conocido el vigor de la derrota. El Parque encaja aquí. Sí, se ha perdido la
guerra;
oleadas
de sangre viscosa y germinante zarandeando relojes parados a las tres de la
mañana, campanas
bíblicas
tañendo la penuria de sus convicciones.
Hubo
una valla (electrificada), hubo un árbol (suficiente), una barricada, una
muralla, un muro profanado, una valla picuda
pintada
de amarillo, una cinta para el pelo, un trébol. Todo lo que podía ocurrírsele a
la vida, un mundo
nuevo
de seguridades y espectáculos, de cobardía y redes literarias. La academia dio
de comer a las palomas
solo
durante un segundo, se tiró al pozo de cabeza durante una eternidad. Y hubo un
niño
que
corría, era ese niño que se tambaleaba como un verso distante –por cortesía de
la literatura– un niño entre dos fuegos,
la
tripita hinchada y las rodillas espumosas, los bracitos de espuma, la mirada.
Luego
se oyó el látigo flotando en el aire como un martillo –decid: este aire que
soporta
atrocidades.
Las mandíbulas del tiempo se cerraban sobre la disidencia controlada y la Organización
iba
hundiéndose en la tierra, brotaba de su vientre hinchado un enjambre de
palomas, una bandada de orugas, la bandera
roja
más hermosa de la patria.
Las
chicas por la avenida como si (nada) hubiese terminado y los cláxones y las
bocinas,
la
música que hacía llorar, el excedente de los años pasados de moda, esta
podredumbre del espacio que se contrae hacia
el
fondo de la llama. Jordan cogida de la mano; el milagro pendiente y los
morteros, la física del futuro, la belleza
atónita
de los espejos.
Sin espejos:
la guerra ha funcionado. Miedo y compasión, oficio en lugar de poesía, en lugar
del motivo,
la
renuncia. El drama es la constante universal, el auto que no se estropea jamás,
es el diamante que destaca por su altura,
cuenta
con un telar de lágrimas, un enigma de besos enredados. No se puede decir, está
de más,
asciende
como el vómito y se detiene en la primera sílaba de la masacre, el primer hueso
cabal. El hombre ha culminado
su
trabajo, es el momento de la sombra, el turno de la Luna, ¡que cumpla su
condena!
Aquella
senda funesta, aquel sendero y siempre la misma comitiva de espanto, el mismo
rastro puro del olvido;
hubo un
deseo, pero era el hambre que alumbraba la soledad de una época, el triunfo balbuciente de
una estación de tinieblas,
la
virtud de un torrente de almas. Los mismos ojos, de nuevo testigos
infinitos
del trámite solemne de la muerte. Oh, absurda fantasía lanzada sobre la carne
como metralla color acero, color de luz.
Aquella
canción de cuna fuera de toda lógica, fuera del sueño y fuera,
tan
lejos como el bárbaro horizonte del amor.
Jamie Heiden |
Ya sabes, la vida es la mejor maestra leí hace poco: si no aprendes la lección te la repite
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