En el
Parque las nubes eran un toldo de napalm,
gestando.
Harto que ha pasado el tiempo, ha decorado la norma de la monotonía. La norma
es la
búsqueda, el apartamiento, el cuerpo ausente
de la
eternidad.
En el
lago de fuego la rosa decanta su hermosura, desliza un ágata
en el
bolsillo del aire. Oh, allí el aire es un alma que viene, se desmorona como
negativa, como
propiedad.
El infierno es un teatro desplazado hacia el rojo, tiene de todo para nadie: surtidores
de ácido,
sangre
modificada, monstruos pensativos. El mal se supone que es un trance y suelta un
poco de amor por las costuras,
sangra
un poco de amor.
Hace
frío en el estudio, los libros arrojan vaho, aliento
desmenuzado
en granos de oro, símbolos de hielo; suena, característico, el piano del deseo
recobrado,
y el sonido recorre la longitud exacta hasta acordarse.
Más que
surrealismo, prestidigitación, hologramas que valen un mundo
alternativo,
la edición monolítica del universo opinable; por ellos transita un flujo de
rameras y predicadores,
caravanas
ausentes, tan antiguas. Como el calor que muerde el talle
azul de
las palmeras.
Sí. Los
árboles corrigen su monumental estilo, fracturan
el eco
de la rama, la suposición del espacio, ese vacío contractual y estático. Al sur
se escucha el sordo
acento
de la aviación que retorna, es el reflejo del sonido a la velocidad del trueno;
es un dejarse
ir de
todas las maneras. Alzar el vuelo ha de doler un poco,
tiene
que ser como dejarse ir hasta el amor
con un
diamante falso en el bolsillo.
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