Jordan
ha ganado una plaza de musa por oposición, Destiny formaba parte del Tribunal. Tenía
que producir
un ictus emocional, una inspiración masiva en otro poeta del montón escogido al
efecto, que debería
al
punto forjar tal obra inapelable –demiurgo transitivo–, fusión sobrada de las bellas
artes.
Obtuvo
así el improbable bardo su codiciado oficio mensajero, su volante textual de
título grotesco intraducible,
logró
la bacanal perdida de las olas, la significativa explicación, el definitivo
desacierto
corporativo.
Ningún verso a la vista, fardo como La Caída, parto tan obtuso y romancesco
como la vieja gloria de Saxberger.
El
contubernio antipoético en primera persona bipolar. La ocurrencia
anecdótica
elevada al rango. Una buena subordinación esquizo inducida por el consumo.
Cosas
traperas,
incorregibles, de donde no hay; Houston y sus problemas, la problemática de
Everett tomo por tomo,
el
cansancio derivado en su máximo exponente, es decir, la transición.
Ahora
Jordan exhibe su insignia fracturada, poco áurea, su cachivache
oval en
la solapa decana o en la carpeta del instituto al que nunca fue, en la mochila
de aquel concierto prohibido
por las
circunstancias. Se viste y se atraganta demasiado consciente de su nueva
responsabilidad
para con la chavalería ávida y expectante, necesitada del maná simultáneo e
ingrávido que proveen
los
dioses a través de las cuerdas vocales del ingenio sutil que todo lo ha leído y
no ha leído nada
(Keats
en ciernes), que anula su cita con la posteridad al primer espaldarazo. Pero
Jordan exhibe su fisonomía truncada,
su
cuerda combatiente, bautizada en combate, cuerpo a tierra y hasta la raíz del sufrimiento.
Se ha
escrito un disimulado acto heroico que casi podría desmitificarse. Un pequeño
asesinato
dislocado
como un cuello común, un hombro o un hombre sobre el que llorar o derramarse.
El camposanto apesta
a
lírica apostura, a confianza discursiva y talento homogeneizado. Es algo
talentoso que te gentrifica de golpe y te alcanza
con
parte de su energía matricial, un ente muerto y enterrado; como pulsar sin
ganas el tabulador y sentir,
doméstico,
el taladro malsonante de la poesía perforando el débil tímpano de los
soñadores.
Artistas
hubo que hicieron su labor, sus borrones en el mundo del espectáculo,
transigieron con la Historia y sus esencias,
pues su
poética –profetas homicidas y demás, muros de Jericó incluidos, apocalipsis
incluido– tomó
partido
por el aire y regresó volando hacia su propia, repleta soledad.
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