sábado, 1 de diciembre de 2018

gente que sonríe por la calle


Gente que sonríe por la calle. Aunque haga frío. Aunque sea de noche y las estrellas
luzcan su corona de espinas y las nubes repiquen su vocación de lágrima.

El Parque es un hervidero de nostalgia, el recuerdo de las risas infantiles sustituye a las risas infantiles, las sombras
retroceden un milímetro apenas, los fantasmas comulgan con su polisemia estatuaria, su imaginaria
soledad. Un trance se desplaza por el aire y va afectando sucesivamente a las cunetas, los descampados, aquel recodo
anónimo donde los atardeceres llamaban a la puerta.

Hay una puerta de luz por la que Jordan sale todas las mañanas: sin lavar,
sin peinar, hermosa como un tigre de Bengala, doblada como una producción internacional. El primer
verso finge su cadencia, es arte para el desayuno, ritmo para la garganta,
es la pastilla azul innecesaria, la que intuye un frugal renacimiento y medita su recargada ausencia.

El Arte ha civilizado las pulsaciones, combate la arritmia de los pájaros, esgrime un lazo contra el viento,
pinta de cierto color las estacas que surgen de la tierra, olvida
todas las canciones y pide sangre a la hora de cenar. En el museo, las obras languidecen
sumergidas en el tedio elegante de su confluencia, cada sala es un divisadero, la atalaya
orgánica desde la que adorar al becerro de la sumisión intelectual.

En el origen, se accede a una visión subordinada de la autonomía temporal (los átomos
no son culpables de sus reacciones). Jordan es tanto como un dios que observara por una rendija
cósmica, un dios cotilla y delator.

Dicen que los relatos del Parque contienen inexactitudes
a cuenta de la hierba, que los huesos no salen bien parados, que su forma no es poética
cuando… Hay gente que ofrece su corazón cuando camina por la calle. Aunque la calle sea eterna, aunque nieve
y la nieve le rompa el corazón. Aunque el silencio lleve una bandera blanca y los pájaros vuelen desarmados.



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