Elegimos la sobriedad del infinito, su valentía.
Tras los cristales oscuros, dos
regiones opacas, inobservables, dos ocasos, horizonte
de sucesos de toda certeza, dos almas y una ciudad
eterna, dos almas y un corazón perdido en la ciudad.
Ella y su panorama tan gris como una buenaventura,
como una religión
hermética. Dicen que va por la calle
sin saludar a nadie, que solo los gorriones
canturrean su paso, instauran para ella una velocidad agónica, un reintegro
sólido de la energía de sus modestas acciones, su
verticalidad.
Que
los andamios causan estupor, que los pasos de cebra
celebran su artificio, la concreción de sus
articulaciones, su autonomía. Que las casas abandonan
cimientos y portales y se elevan a contraluz, contra
la luz solar y el economato de la noche, sus estrellas de fábrica.
Sendas holladas por unicornios y hadas (gente fallida),
máximos
exponentes de una estribación cercana al pensamiento,
una filología abismal; los vericuetos del anonimato,
sus racimos de rumbo y su ajeno compás; nuevas
teorías
sobre la perdición, la forma de orientarse en el
espacio desnudo, ordenado y plegable,
la contradicción expuesta entre el camino y el
tiempo.
Pues el espejo devuelve otra imagen más digna (por
infranqueable), en el cristal funciona otra
verificación del engranaje físico, otra profundidad
de campo se abre paso entre las sombras propias
del color y el fatalismo de la iluminación, el mejunje
original de la luz natural y su postura
ante el fruto elegante del azar y la magia.
Solo un milagro acuna la estructura angélica de
aquel carmín
ubicuo puesto a secar en el alféizar de sus labios,
aquella puerta por donde pasaba la
caligrafía heroica
del destierro junto con el olvido y la dulzura
simétrica del aire. Ah, qué respiración de su mirada
única, fundida en cuanto cielo pudiera estremecerse
a causa de un suspiro
divino, de un afán de vida lleno de presencia y
fuego,
de prodigiosa y pura soledad.
The banks of the Flint River (Matt Black) |
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