Es un beso que derriba castillos en el aire. El
pequeño beso del Ángel, ariete
contra la pasión. El ferrocarril ondula capas minerales,
lisos mapas de afecto, su memoria
clarea cerca de una estación abandonada, incita a
besar con su traqueteo
nocturno y su variedad de cables y de aromas, su
estéreo machacón,
su novísima colección de artículos postales.
Milagroso y etéreo, anómalo en el mejor sentido de
su emblemático significado, su literalidad reconstruida,
consumida y distante, en el monótono ejercicio de la
melancolía que esparce por el territorio. Todo campo es región
(O) observable, diminuta en comparación con el vacío
–tan confuso; el vacío es, en concreto: “algún
lado susceptible
de ser estudiado, observado
desde la ventana de una habitación gigante
o algún prototipo de
almena principesca”; un vehículo ciertamente inestable.
El pequeño Ángel contribuye con ganas, digna
contribuyente. Habla: ‘nuestro vecindario limita con un Paraíso
de pizarra y zinc’, irrumpe luego vivificando
ciudades, prisiones, cementerios acostados en tierra
victoriosa, cierra los ojos al cielo y la mañana
rompe contra su pulmón de asfalto, encalla en el cemento
que resume la levedad ambiente:
hierba
que comparte siglos de razonable desencanto;
flores
que habitan su propia integridad, rebaten su color.
Su voz, limpia como el espíritu del hambre, pura
como la tristeza, íntima como la luz. Su voz es un proyecto
milenario, una revolución hasta que llegue el día
de la revolución. Frente a sus labios se desmaya un
ejército de huesos, una tromba de gotas de sangre se derrumba,
brota una expedición de manantiales. Su palabra
designa la madurez de la noche, toda la providencia,
todo el infame hi(e)lo de la creación. Es un trozo
de carne bendecida por el sueño absoluto, en su lógica
binaria se contempla el Demiurgo, el lenguaje se
aproxima a la conciencia, el silencio
edifica un palacio de signos que lo apartan de la
nada
y la resurrección.
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