Valga el reflejo, la sensación
abstracta de la luz
que en el pecho se torna
lejanía y se hace espalda, espalda y luz. Amanece un rapto de coraje en el
podio
viral del horizonte, el karma
preferido de la próxima renuncia. Bulle una certeza
exagerada, un tramo de
rectitud
tan bien escrito como
unos evangelios
incontables, como un poema
anónimo pintado en la pared recién pintada
del primer concienzudo
desengaño.
Muros de la
inteligencia, playas del recuerdo, aquella piel. Todo reluce,
brilla en su portentosa
ilusión, disfruta de una maravillosa pertinencia, un rumoroso
placer. El jilguero
nunca visto, el halcón de recreo, la victoriosa plata
de la Luna llena. Hay un
manantial
oscuro que no engaña, de
él brota la sangre de la negación.
Qué recital de miradas
indefensas, qué ojos
rendidos por la historia.
El pequeño ángel viene a recordarnos la felicidad,
trae los ojos tan rojos
como llagas, tan rojos como el Sol, es una entrometida en este paraíso
en ruinas que nos ata.
Desatamos para ella la
ignorancia del cielo, componemos un verso entre dos metas, entre dos
líneas intocables,
besamos con fiereza la furia de las ensoñaciones. Nuestro
sueño es un arma contra
ella y su esfuerzo, contra
la pulcritud de su
estandarte, su rama militante y su hermandad
alada: no sirve ni hace
mella en su frente, ni desanuda su rodilla feliz.
Ella se muestra ante el
pueril rastreo de las máquinas, la extraordinaria
lentitud de los sistemas; se salta el mundo de una sola tirada: dos seises en el nuevo corazón
del universo, donde la
luz se estrella y la belleza
funde su palabra de oro
en el núcleo invisible del silencio,
ángulo separado del alma
por una distancia imposible de medir.
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