Destiny® reconstruye un
edificio en llamas,
nos acerca la postura
del milagro, su impostura inefable. Nuestro poema
incendia el paladar,
corteja el interior de las mejillas, corona el Everest de la garganta: quien lo
recite,
lo profana, vulnera su
pretendida esencia, se desentiende,
no lo entiende, lo
contradice y lo traduce a un idioma en desgracia.
Reducir a cenizas la
comunicación
no es el cometido de la
poesía (cuando el poema habla de amor). Oh, qué torpeza:
el poema siempre habla
de amor.
Se transcribe la etimología
del pequeño ángel; ella será la protagonista,
diosa de la comedia, su
verso reprime un grito, esconde su intención de dar a conocer, de conocerse
y recomponer la
nostalgia de un vacío mayor y más honesto.
El recital ha comenzado
con retraso (ahora es tarde). Las chicas
suturan varios nexos, el
aire se abarrota de palabras cargadas de silencio,
hay música, pero es algo
imparable,
un piano moribundo, una
guitarra elástica en manos de un extraño; y luego está noviembre,
que atardece las bocas
con su estilo, arde en las bocas de la graciosa
multitud.
La familia y sus rocosas
interpretaciones de la lealtad, qué anémico despliegue,
con sus espantosos
defectos como letras de cambio, sus apuntes en la libreta de ahorros,
la desconexión con la
voz interior y sus convicciones
sagradas. En cada casa
derruida, un piano expía la voluntad del genio, su código salvaje.
Cubitos de hielo en el
recibidor, láminas
de hierro en la lengua
seca. Destiny® deposita un sello en la cuenta de las almas, paga con su propio
nombre, decreta la calma
y lee en los corazones como en un libro abierto.
Ella es el espejo que no
nos reconoce, la luz
que nunca llega a darnos
la espalda.
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