La poesía es un plan
arruinado a conciencia,
el puto grano en
la nariz (gajes del oficio).
La poesía es un gen
recesivo, el plano del cofre del tesoro,
es el mapa turístico de
un cuarto menguante;
¿acaso no ruge por boca
de profetas?, por boca de profetas profiere blasfemias y restos de sabiduría,
miente sobre el amor con
su boca gigante.
Pero el poeta se pone
serio (porque le van con el cuento).
Bah!, si aquí le tiran
piedras, las chicas
se ríen, y está bien. Aquí
concurren condiciones adversas para el amor, no se dan las condiciones, hace
mal tiempo para el amor,
por eso existen
ángeles de sobra, por
eso todo-el-mundo-anda-enamorado.
El amor se desluce en el
encuadre, baja de la montaña
lleno de barro, las
botas sucias, los ojos negros de tanta media luz. Y el poeta
redondea las cifras del
amor con números reales,
acuña el área del
círculo máximo de sus aduladores, quema sus raíces.
El poema ha nacido con
una malformación,
no rima con la rima ni
la glosa, se reinterpreta, ronda la soledad prosaica del testigo, su fundamento
legal, forma remolinos
de angustia, se pega con Juan Ramón Jiménez
si hace falta.
Sensacional, ha ocurrido
el milagro, la transgresión ha arrojado
sus frutos: la amargura
correspondiente, la sangre que resbala por la barbilla,
mancha las manos e
impregna el aire de pálida sustancia.
Bajo ciertas estrellas
el amor se pone interesante, dicta tres o cuatro buenos versos,
graba una cinta de
grandes éxitos para la gasolinera
abandonada, es tan
embarazoso como un poema, tan pulcro
como una rosa en la
baranda.
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