Alma es (tener un alma):
una compilación de oscuras intenciones, ser de luz
(en su mera función
corporativa). En la memoria, el relato feliz de un anhelo incesante, todo
a lo que se aspira, lo
que no se verbaliza ni se entiende, lo que viene de fuera y parece que sangra,
duele en lo más hondo
del espacio.
Sentirse vacío, preso de
una extraña fe, coordinarse ante el redondo
estilo de las nubes; hay
meteoros que escriben sus renglones derechos como velas,
son criminales sin
rango, justicieros de pega. Vienen de fuera como una inspiración
desentrenada, como el
fracaso.
Bosque: un alma yace
tranquila entre los
árboles; la madera produce un movimiento literario y constante, y el prado se repuebla,
se perfuman los sotos,
el claro círculo del aquelarre. Es pronto para que llueva, el agua
encauza su prerrogativa,
la rogativa del sol, ondula
las zarzas y sueña con
una extraordinaria motivación para dejarse caer.
La ciudad ha pernoctado bajo
un paisaje aterrador,
cercano, pero reo de
otro idioma, otra religión. Los edificios gatean, las calles
gratifican aunque no
conduzcan sino a otra noche de autos. Quizás un parque entre los rascacielos,
una avenida en ciernes, un
grupo de chicas
vestidas de martes por
la tarde. El río, que todo lo-ve,
donde los enamorados
arrancan margaritas y se
atan cintas en el pelo, donde el arco iris desafía el monótono
piar de los nidos
hambrientos y el rocío dispersa su nombre impronunciable.
Andas por ahí y el arte
surge como si estuviera escrito, como si anduviera
escrito por las paredes
del cielo enladrillado. ¡Ah, qué espectacular el paso del tiempo!, la ceremonia
del acontecer, un
espectáculo en sí mismo, pletórico de ratos sofocantes, zonas muertas,
instantes hermanados en
un vano fulgor.
Corazón –de tan fiero: bello
como el silencio de las casas bajas, aproximadamente
de ese considerable
tamaño metafórico; gira al pie del abismo,
desemboca en un tipo de
entraña irreductible, el dulce seno de la querida familia
y el parloteo esquizo
del amor que regresa.
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