Tocar una guitarra, ese
compás
tiene algo de filosofía,
¿qué fundado experimento alcanza
la combustión de un acorde,
su pausa tan hermética y trivial? La eternidad
graba un musical
eternamente; cantar es entonces como intentar acercarse al misterio
real de la armonía, meticuloso
adorno.
Puesto que la filosofía
es importante –si alguien sabe lo que vale una vida. Los poetas
entienden de personas y
de migraciones, comprenden bien la mecánica del vuelo, el concepto
de huida y extinción. Su
rueda es como un día ful, una raya estirada
como un chicle de
plátano, la existencia condenada. Esta doom patrol de la lírica y el caos, este
meollo
intransigente de las
aspiraciones y las transpiraciones, los sueños
constructivos y el
paisaje que desacontece.
Toda música procede de otro
lugar, inspira como una banda de ángeles
tañendo liras, arpas y trompetas.
Ah, criaturas intelectuales más allá
de la ética.
Nuestro corazón casi
angélico (hay que decírselo a Destiny®). Concuerda con un manifiesto
esférico, un balón de
oxígeno, una pompa de jabón. Somos, en nuestro interior, fieles e ignorantes,
sumos sacerdotes del
vértigo. Nos confunde la música, que se nos atraganta. Llevamos el ritmo
como si de un estigma se
tratase.
La tarea será decantar
una forma, decantarse por un formato u otro de la introducción:
o palabra o abismo.
Habrá que pisar la tierra, que sentir la tierra entre los dedos, bajo los ojos
y en el paladar,
será la tierra la que
nos ampare. El campo abierto es nuestra
madriguera, aquí se
escucha el largo renacer de la conciencia, la deforestación
del pensamiento, tanto
derribo y tanta claridad.
Cítara dulce dominara el
contraste; la variedad de una civilización, la frontera del éxito. Ya suena
marginal, sugiere un
destino acordonado por la justicia divina, rejas para mañana, polvo y ceniza.
La música
es el verdadero objetivo;
hay que perder de vista la realidad, deslocalizarse
como una empresa fallida
y ensayar un discurso pegadizo
a la manera del tiempo.
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