Hay que leer Una tumba
para Boris Davidovich, pero solo una vez.
Hay que leer Una oración
por Kateřina Horovitzová (pero hasta siempre).
En ciertas bibliotecas
no faltan aquellos libros
sagrados, infalibles;
para obtener la noción del mal, no fallan, conservan todas sus páginas,
dobladas, arrugadas, tercas
aunque plenas de estilo y algo que podría definirse como orgullosa cosecha
original. Seguir su
estela, el rastro autónomo de su fértil compostura, su extremo cultural y
político.
Pues en otro tiempo, en
otro mundo, la poesía era un arma roma,
débil, un arco
destripado y ahora es un espíritu en contra de la ley, bazuca
antifascista, submarino
nuclear bajo el nivel de las elucubraciones estatales, sus carreteras
nacionales,
sus autopistas y su
neurocirugía criminal.
Algoritmos de
configuración avanzada y algo que podría entrañar una espantosa
y destilada belleza, la
foto finish del campo de concentración, las olimpiadas del fuego
interior, la deseada
luz. El catálogo y la cruz en su casilla concentracionaria,
estacionaria, el paseo
walseriano con sus maravillas
y aquel otro lorquiano y
final.
Hay que leer a Danilo
Kis con los ojos cerrados, dejarse poseer por una sombra, dejarlo que hable en
la conciencia
de los niños, que
desafíe la autocracia moral de los mayores, el recuerdo
común de las aldeas y
los despoblados,
la catadura de las
tumbas infinitas.
Olvidar en lo más hondo,
olvidarse de la gente, crear un espacio
introspectivo y
desafiante, una caballería de ángeles de piel oscura y manos temblorosas.
Olvidar
una voz orlada de
futuro, una voz enjaulada y real, una voz. Su voz
de ángel, su voz entretejida
de silencio bajo el desfile rápido del agua, la levedad del sueño y la onda
despierta en los ojos vacíos
de la noche.
Alma y descripción, la
edición anotada de un día de verano. Un combinado barroco, un altar de
proporciones
miserables, insecticida
emocional. Dios ha fallecido en combate, soldado desconocido. Lo mataremos de
nuevo,
por si acaso. Lo enterraremos
una y otra vez.
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