Nadie más triste,
nadie más incompleto que
el viajero. Nadie más insensible. Hubo otros viajes, unos al centro
de la tierra, otros más
adentro. Viajes por tierra, mar y aire, en trenes,
barcos y a lomos de
dragones y águilas gigantes. En las pesadillas
urgentes de los niños,
en los malos sueños de la soledad; el tren siempre llegaba
demasiado pronto y no
había despedidas ni besos, solo el hedor de la nostalgia acompañaba al viajero,
solo la pobreza
absoluta, la negación y el olvido. En las pesadillas, el agua llegaba a los
tobillos, las cadenas
pesaban como losas, la
sangre seca se humedecía,
los muertos persistían
en su hábito solemne.
El viajero no existe es
una ausencia, es un alma
encantada, un espíritu
incurable. Va dejándose la vida por el mundo, siempre incompleto,
siempre intrigado por la
vida de los otros, figurándose un ramo de acontecimientos simultáneos,
imprevisibles
partes de la existencia
ajena, hechos desconocidos, causas
propias de la gente que
se ha dejado atrás.
Hubo más viajes. En los
barcos, la carne aparecía como un fantasma desolado,
había pelo y a veces era
como la perrera de DK, a veces los puertos eran puertos espaciales. Los trenes
no paraban nunca, invisibles
para el cielo, de no ser por el humo, por el ruido extenuante del traqueteo
y la promesa implícita
de la distancia; pero el cielo convertía los trenes en puro
horizonte, una masa de
silencio.
Nadie más lento que el
viajero, nada más turbio. Los aviones recogen la suciedad del aire,
los aeropuertos son
gigantescas máquinas del millón, orbes gigantescos, gruesas siluetas de la
humanidad,
obesas y desequilibradas,
desvaídas y crudas. ¿No resulta grotesco?, situado en la cola, a la cola de la
humanidad,
en esa fila impasible,
en el confín de la espera sin motivo, fotografiado
repetidamente,
ceremonioso; su equipaje es un fin de trayecto, engorda y se comprime,
desborda las costuras de
la realidad y se introduce en el deseo,
crece en las catacumbas,
crece en los miradores, oh, está hecho de lágrimas,
concretamente.
Todos embarcan hacia la
eternidad. Hubo otras rutas, otros rumbos, otros días de mar
y hollín, de olas y
penachos, y postes de telégrafo y postes de la luz, de árboles erguidos como un
mar
espeluznante, espuma y
estruendo, y el vaivén, la forma lujuriosa de la noche, la dura rúbrica de las
estrellas,
qué firma autorizada.
Ningún alma más cómica. El viajero coteja, emprende,
disimula los años, se
saca un calendario de la manga. Hijo del protocolo,
su melancolía se hace
pasar por rabia, su espalda soporta las alas del recuerdo, sus ojos son espejos
triturados
a fuerza de escribir la
misma historia.
Venice |
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