A veces tanta voz no
cabe en la garganta, a veces
es extraño; el genio se
desarma y produce
escalofríos, serias monstruosidades,
negocia cláusulas de sangre, alza pirámides de odio.
Cuando lo más sencillo habría
sido comprender, hacerse a un lado y despojarse del rumor de la cultura,
fruncir el sueño,
rearmarse con un simple
comentario ad hoc, un vano
reconstituyente,
aceptar que la soledad produce
monstruos adorables y aquel paseo de palmeras bajo el sol absorto,
encantador del verano
apenas reaviva el recuerdo de un calor que no duele,
trae a la memoria una suerte
de romántico azar.
El Ángel –az m’vayst nisht*– pertenece a la
Colored Section (es el requisito). Su voz
es tal que no le cabe en
la garganta; no atina a desandar el crepúsculo, ni encuentra el camino de
vuelta
al horizonte. Su voz que
no se escucha, que es puro
silencio y puro nombre.
Su color de piel orna las
ciudades de un cielo
violeta, su párpado
violento, su brazo carismático y brillante. Viene de reconstruir,
ha levantado el polvo
regular de las estrellas, ha edificado cárceles en llamas, estadios
y hospitales. Quien no
haya reparado en su presencia, no haya
amado su cuerpo
inconfesable, su cabello impropio, sus labios nocturnos de espuma ensangrentada,
quien no haya
contenido en sus manos
el vacío de su rostro, la curva
despejada de sus ojos,
su gravedad gigante.
Guardad un sitio próximo
a su diestra, pequeño, casi invisible, un sitio
incómodo, un rectángulo
de hierba para el cuerpo, de una profundidad sin alardes,
señalad el camino hasta
la playa, cerca de su perfume y su importancia, cerca de su espacio,
en el lugar exacto de su
ausencia, hacia la eterna soledad que define su gloria,
su color especial entre
todas las sombras, en todos los espejos de la noche,
entre toda la luz que
afirma el universo.
*si no lo sabes (en yídish, según Henry Roth)
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