Es su amplitud en el
mundo, su palco y su protagonismo. Sus despreocupaciones. Cómo
puede faltar en absoluto,
cómo no te la cruzas por la calle. Sus pasos
que no riman a tu
espalda, su risa que no remueve el tacto, su tacto que no se recompone, su voz
que araña
cielos mansos, escala
torres confiscadas.
Su concentración masiva,
su alcance.
Donde la noche alcanza
el mestizaje puro del acento, clama por una bendición
cualquiera; la noche
oscurece la eternidad
en su presencia, concibe
un aparatoso ejemplo de frialdad, un plano de prosapia contenida, arroja
dardos contra el papel
pintado de la bruma.
Oh, si no has rozado su
tobillo,
ni has viajado a su lado
en la piel de huracán hacia el destierro de siempre levantando
sólidas columnas de
polvo; si no has restregado una molécula de tu alma en su destino, no has
compartido un rato de
futuro (con ella).
Su guitarra salvaje, su
melena salvaje, sus ojos
verticales –moleculares
ojos–, dignos de ser atravesados, destronados, su mirada
voraz. Ahora pisas una
página y se te pega en el zapato, luego bailas despacio una melodía
equidistante y vacía,
luego pisas un charco y el agua
desequilibra con su peso
la inédita victoria de la confusión.
Buena letra, buen café,
buena música en el aire; qué constante
su megafonía. A dos
metros su conciencia de la quietud unánime del suelo, su espíritu a dos metros
escasos de la lejanía
perfecta. Todo lo exacto
a su abrigo, al arropo
de su carne distante, la rosa de sus puños
encarnados, la forma
peligrosamente fiel de su sonrisa.
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