Fuimos al cine a ver si
daban algo; en la película
salía el odio antiguo
vestido de sociedad, vestido de autoridad, la banda
sonora contenía un sample
del último interrogatorio, el grito unánime del comité central.
Era un sueño de butacas
húmedas,
cómodas como nidos
encharcados, como guaridas nocturnas. En el cortometraje, a mitad de película,
un Ángel de nombre
impredecible, a su lado, el Negro Matapacos, sentados en la fila siete
cien estudiantes tuertos
con gafas de realidad aumentada.
La gente escapaba por
las ventanas. En la primera meda hora,
una violencia
estratificada, mesiánica, un artificio antipolítico ajusticiado en su propia intuición
materialista, su re(li)gión
sin bandera aparente. (Spoiler: Ángel que sintiera los colores,
flotara en la ligereza,
alígero como Aquiles, diverso como un asesino en serie
diagnosticado por un
estrado de individuos enganchados al riesgo.)
Ahora el diagnóstico es el arte, el agnóstico es él
(y todo ocurre nuevamente).
El poeta bajaba de tres en tres las escaleras de la buhardilla
del Bowery, enfrascado
en la lectura, clásico entre los plásticos, licenciado
en incendios,
modificándose como un comentario de fb a través de los siglos,
henchido de furiosa
actualidad.
La ignorancia es un
formidable the-end, acaba con el conocimiento,
concluye en una anemia
generalizada del conocimiento, en un cerebro desvitalizado; la poesía
termina de comer, se
acaba el plato y lo estrella contra la pared:
estrellas, como siempre.
Salía bien, el Ángel,
tan favorecido, Destiny®,
indescifrable, lejos de
cualquier estereotipo; en un abrir y cerrar de ojos,
tan famosa y requerida,
líder del papel cuché y las elucubraciones, practicada en la tinta severa del
tatuaje,
eterno claroscuro para
el séptimo arte.
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