Soñar después de muerto, tener en cuenta un
millón de palabras, insertar
caritas
sonrientes en la foto fija de la soledad, el epitafio de la cronología.
Pacientemente en blanco,
el libro espera,
espera un poema terco, laico,
nevado como una séptima avenida en navidad (en otro
lugar las mayúsculas se encargan
de enredarlo todo).
Hoy el poema se titula,
lleva por título, exhibe sus titulaciones, en realidad
es un títere del
ecosistema horizontal; la librería es parte del ecosistema, sus enredaderas
ascienden como títulos nobiliarios,
poemarios
bautizados con picardía,
con simpatía y sano instinto comercial.
Hoy el poeta lleva un
maletín, una mochila barata, lleva papeles en la mano, un libro,
lleva meses sin comer
como es debido y se autoriza a cometer una barbaridad. Y el poema sale manso,
parco, es manco, tuerto
como un manifestante, es una parodia
instrumental, es el
estado haciendo de las suyas.
Otoño por ahí, estrofas
por ahí, ah, cansancio
infinito, secuelas
gramaticales y demasiada información, demasiada
política, el espectáculo
inmaculado del desprendimiento. Su foto en el periódico, la entrevista, el arte
visto y no visto, la
monotonía y el éxtasis
contenido: una forma
auténtica de matar el tiempo, de no matarse de auténtico milagro.
Ahora se produce una
lectura íntegra e inteligente. Los versos
suben al cielo porque no
existe nada más profundo que un recital de interior; se trata de prestar una
atención
sensacional, la simetría
puesta al servicio del éxito.
Lean a uno que juegue
con las cartas marcadas. Que sepa
cantar el góspel como el
cantante original. Lean solo las páginas impares,
una sí y otra no, hagan
su propio poema con líneas al azar. El verbo es siempre maleable, se deja
manosear en la oscuridad
del silencio, su carne es blanca
como la de un pequeño
corazón estropeado.
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