Bajo un mural de
estrellas de Rimbaud. El tren
colapsa en su función de
onda, varado en algún lugar
constante, diferente a
la realidad de la hierba, en algún lugar seguro, bajo las constelaciones
de numeroso aforo, justo
antes del montículo que marca el límite del campo de batalla,
justo antes del campo, a
sus puertas
monumentales,
periféricas.
Es navidad porque la
noche riela, y el círculo
demoníaco deviene
transparente, aguanta el tirón del compromiso y la vergüenza,
se sitúa entre dos aguas
turbias como el agua de Flint,
entre dos prisiones atmosféricas.
Al trote llega alguien (que
no es), se escucha en la lejanía tras los montes que festejan el dominio
celeste rociados de
dulce nieve
dulce. Hay un mundo de
maíz y vehículos pesados, perros
pasados de peso, estrellas
muertas. Hay un mundo de ruido y soluciones, una meca del hambre,
un santuario brutal.
Marchita la arquitectura
del tiempo, la dimensión
plegable de las malas
decisiones, el Arte se pudre en una gruta tenebrosa, está
como manchado de sangre,
luce la herida
abierta del mártir; los
Ángeles lo ven y pasan de largo sin ayudar.
El cielo se ha
constipado a causa de un frío imaginario que solo se intuye y se revela en las
páginas del libro,
páginas escarchadas y
felices. La lejanía
trota y se aleja aún
más, se funde con el horizonte en una masa
crítica, un corpúsculo
de humo suelto, fragante como un incendio. La distancia es un limbo
porticado, construido a
base de silencio y madera de sauce; allí juegan
los niños con la Luna,
diríase que suenan dos
campanas de bronce.
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