Entierros y destierros,
salidas de emergencia; hay un entierro sin salida,
se trata de descender a
los infiernos de la realidad, de morir en respuesta, desaparecer
como una imagen, un
pensamiento. Hay una comitiva
desesperanzada,
completamente ajena, cualitativamente ajena al resultado del trance, un elenco
de trovadores tísicos,
fumadores empedernidos y dealers,
artistas comatosos, una
puerta trasera que permanece abierta. Un romance en ciernes.
Suena Koffee, resuena el
Jazz de Nueva Orleans, el romance
heroico de las calles
violentas de Spanish Town, con sus muchachos esbeltos, sus muchos recovecos y
su azul
marino impenetrable, su
empedrado cautivador.
Ahora el tren se desplaza
a Bucarest porque Mircea
ha dado el espectáculo
con su Nobel in péctore, su explanada celeste, la capacidad
de contar estrellas con
los dedos de una mano y esa seriedad enciclopédica, ese vademécum
indiscreto de la zona
muerta y sus habitantes.
El milagro es siempre
milagroso hasta
cierto punto, luego es
tan humano como un pedazo de tarta o la primera
parte de una novela-río,
el final de una historia sin final feliz. El milagro se torna, se va formado al
unísono,
concita lo mejor de lo
mejor:
música imperecedera,
el boxeo más puro de la
ciudad sin nombre.
Y Koffee haciendo
sombras, haciéndose sombra sin querer,
deslizando su voz por la
montaña verde como un vergel. Una descripción alocada del baile, del aire,
tantas palabras-fuerza
escritas con la boca chica, puestas en boca de Ángeles, rompiendo contra
los adoquines, contra
las paredes grafiteadas y hermosas. Y el sonido de la luz
conquistando la noche
con su aliento
perfecto y sus ganas de
comerse el mundo.
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