¿Cuánto vale el tiempo
del poeta? Algo más que su silencio. Ni siquiera
el beso tímido del
Ángel, la sonrisa retórica del Ángel, su renuncia. Destiny® no sonríe,
acostumbra a terminar
las frases con una débil invocación, un visaje medio arisco, arco de medio
punto,
Cheshire, luna
desmembrada.
Medir el tiempo, extraño
afán:
medid una montaña. Medir
una montaña es síntoma de un desorden
creativo, evidencia una
necesidad compulsiva, desordenada y exacta. Un verso mide lo que dura su
aliento,
lo que dura el misterio
del sonido al tantear la compacta mansedumbre de la roca,
sobre la dulce palidez
del agua.
Destiny® arquea el
resultado del viento, su arco es
técnicamente un soberbio
trabajo equiparable a una katana de Hattori Hanzo (medio punto
para ella). Capaz de
acertar en el blanco a doscientos metros con toda precisión y coraje, arma
encantada.
Ha conseguido hacer
diana en la mitad del verso,
en la cesura íntima y
formal, ha logrado desbaratar el sentido del mensaje,
introducir un elemento
azaroso, un principio de incertidumbre general en la marca: así se deconstruye
el pensamiento.
Ángeles de mirada angelical,
sonada
y catastrófica, de
mirada perdida. El poeta ha puesto el tiempo en almoneda,
su mejor distancia, su
canto independiente. El precio de salida es un beso, pero no un beso de amor,
sino un beso excedente,
el arquetipo de la soledad, como un reflejo
hecho de piedras rotas
en la superficie del lago, hecho de saltos nimios,
y caídas.
El tiempo es una muerte
secuencial, un tropiezo, y los días se parecen,
circulan misteriosos
como el sonido del arte, su desarrollo analógico; el poeta tropieza
con grandes materiales,
sangra en el espacio, no vale nada: ah, si la vida es un regalo,
si no respira ni siente
el egoísmo de su generación.
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