Giramos hacia el Norte, donde las verdes
praderas desconocen el significado de la luz. Buscando
una ración de continente,
una deriva tectónica, el cataclismo
oceánico ocasionado por el aleteo de una mariposa en la
nariz de una estatua de mármol.
El Norte, nuestro Eldorado. Récord de frío
a mansalva, hielo escayolado; la veleidad de la escarcha,
la cruda
orografía de la nieve en polvo. Tenemos ansia de copos
geográficos, fractales,
intensos como la superficie de un exoplaneta, ansia de
osos polares y oseznos
vivarachos, de nutrias blancas, mullidos zorros, morsas
de los Beatles:
padecemos el síndrome del decrecimiento.
Aprendemos del poema y su arte de magia, su alquimia freestyle,
el escapismo
afrodisiaco de todo aquello que va a parar a un mismo
lugar, su lugar en el mundo. Bajo el árbol,
desaparecemos, la sombra cuchichea abracadabras, la
sombra pone
trampas por el aire, siempre lleva un ful
de corazones.
El Ángel ha probado nuestra salsa, el detritus
funcional del que nos proveemos. Música, literatura, cine
desacralizado,
libros y discos y películas mudas, y películas malas,
mansa
cinematografía provinciana.
Esto tiene mucho que ver. Tan pre-visible como la región
observable que alteramos. Este clúster
en el que nos hacemos transparentes igual que las buenas personas
y los perros
educados. Nuestro verso ahora no está, se ha
desembarazado de su angustia local
y solo rinde pleitesía a la vergüenza y el miedo.
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