El sentimiento de una nación
de muertos; entramos en el condado y el sheriff secuestra
el autobús del pánico,
nos gasea, golpea a las mujeres con barras y estrellas
gigantescas, a los niños con el cable de la luz,
prende fuego al tiempo, a las banderas, a la ropa usada,
nos lleva luego a una ciudad que puede ser Bucarest
debajo de la falda, que no pudo
ser París.
penosa celda, justo bajo aquel ángulo
ciego de la cámara, justo en el momento en que las
puertas se abren y la sangre inunda el paraíso.
del odio; manos amoratadas, uñas que hacen crack, cascan
y su eco
fortalece un segmento de noche cerrada. Fuera de foco,
alguien cocina sopa de castañas, dramas familiares,
y su rosa se mezcla con el aroma rubio oxigenado de la
herida
profunda, se entrelaza con una mano amoratada, una sombra
culpable.
a volar entre maldiciones: es el tira y afloja de la
naturaleza. Una nube se apodera o se aproxima,
finge otra categoría ―otra barrabasada del clima―, cambia
de color.
este bólido extraterrestre, granizo en la cresta de la
mayoría, nos angustia el peso
febril del sello que nos ata. El océano
ha sido capturado en combate, intervenidos sus héroes,
sus cofres y ese ritmo cardiaco de las olas,
esa fraternidad de las mareas. De nuevo derrotados, vamos
de camposanto en elegía
mientras atruena la ovación de los muertos, su desconocimiento
y su piedad.
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