Puede definirse la distancia como el eco difundido desde el punto central
exacto de un círculo de tamaño indiferente. El dolor podría definirse
como el centro indecoroso de una vida de duración aleatoria.
Paseamos por el Parque detrás de un sinfín de seres alados, vigorosas
ardillas
adictas al rock&roll; los senderos no son tan luminosos, las vías giran
impávidas hacia una nueva
religión. En la lejanía circula un expreso
con los camarotes vacíos, sus pasillos son puertas a la negociación del
infinito, soluciones al archivo
indefinido del (en voz baja) expediente Navidson.
El campo se extiende sincrético (sin crédito) y aledaño por una división de universos
distantes unidos por un decadente cordón umbilical a la
metáfora más radiante de cuantas hayan sido formuladas por la literatura
(uf!). Ramas de semejante exceso
poético actúan en defensa de la honestidad del Arte, simulan una colusión
de intereses
con la melancolía.
Aquí (y allá) Laura anda concibiendo un mensaje probable, arrugas nublan
su frente
blanqueada, su pecho inaugura un capítulo de sal, la nieve
funda la maravilla de un crepúsculo intacto en cada uno de sus músculos
dorados.
La forma del poema es lo de menos, todos se parecen en el aire que
respiran,
en el viento que moldea su cabello sangrante, la coraza de signos que
defiende su pureza
o la terquedad de su desesperanza. Ahora el tren va
deteniéndose con parsimonia y encanto. La distancia es el último recurso
de la noche
que aletea al otro lado del mundo.
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