Escondida. Él se esconde, ella no.
Como si se avergonzara;
se avergüenza. Un planeta al que la
sangre acude. Después de Auschwitz,
la tinta no calaba en el papel,
la voz
no templaba la garganta.
La
humanidad está rota como un reloj de cuerda; la cuerda se ha roto y el golpe
ha sido
pintoresco, brutal. La vida terminaba en el frío, con el frío, y las palabras
se emboscaban a la sombra
de los
labios, enroscadas, sujetas a una lengua de regreso. Incluso la bella lengua
suya,
aquella que incitaba al baile y la sonrisa, a la risa
dulce,
incontrolable, las bellas lenguas de los artesanos y las madres, de los niños
rendidos
en brazos de la calle, sellaban su pureza, derrotaban su anhelo, se arrancaban
de cuajo
la gracia y la manera. Todo era un juego y las cabezas estallaban, los cuerpos
eran
dislocados. Y, después de todo, agazapada como si se avergonzase de su esencia,
su marca
y su destino.
Entonces
ya era tarde; los jóvenes soldados inventaron la paz y la paz era un virus
que
serenaba las mentes, rezaba por su tiempo, se construía
al aire,
sin justicia.
Los
príncipes dictaron engranajes y leyes y los sabios
emergieron
de sus catacumbas, personas vivas con fortuna, familia, dignidad. La gente
escuchaba desde la cadena
productiva,
desde la zanja, el andamio, la tierra estéril nuevamente herida. Las almas
fueron
recuperadas, conducidas a sus riscos y sus alas,
a sus
promontorios y sus púlpitos; el discurso fue sustituido y una risa negra
desplegó
su volumen para el vuelo, una filosofía fue creada de aquel barro enredado de
sangre,
aquel
lodo tremendamente rojo de la antigua virtud.
Volvió
la música pero de otra estirpe, otra saga, un calambre de música,
no un
rayo. Distante. Oh, y se levantaron arcas, arcos respetables, edificios
monásticos
ebrios
de sinceridad. Fue la respuesta de los destructores.
Las
ciudades muertas comenzaron a desparasitarse unas a otras, una mutualidad de ingenios
corrosivos,
donde la risa renacía y los niños bailaban impacientes
borrando
de sus rostros la nostalgia y el odio. Los chicos se peleaban por el parque,
las noches liquidaban su amargura
y el
agua era un espectro púrpura. Tras los cristales, los hombres veían la
televisión
como si
se avergonzasen de sus propias voces. Los libros quemaban en las manos
y en el
cielo quemaban las estrellas.
Hubo una
luz, escondida en el hueco de la escalera, donde nadie se aventura ni se
atreve,
sonaba
como la verdad, decía la verdad, causaba espanto; pero era grave, era una voz
que ardía.
Decía todo por hacer: dadme una gota de
lluvia y olvidaré mi nombre, dadme una sombra
en la pared y pintaré la vida.
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