relatos, apuntes literarios...

martes, 29 de marzo de 2016

1942


Volver al campo. Echar la vista al fondo de las almas. Tener razón.
Jordan sigue los raíles, todavía no le duelen los pies.
Alguien ha muerto fuera de foco mientras se cruzaban las cartas
y las súplicas rondaban el lenguaje para extraer eficacia y determinación. El campo atruena de espíritus
boquiabiertos, largas colas de inocencia, el doble de largas, el doble de injustas, dos
mil veces más valientes.

Se ha de seguir la huella por un puente de huesos, doblar recodos justo donde apriete el horizonte,
donde la vista se pierda bajo un telón de sangre. Montamos en el tren –les dijo Jordan– y el humo
resumía la carne profanada. Kilómetros de hedor a la redonda y una nación
ignorante o bendecida por dios, he ahí la Historia.

Nuestra historia es breve: específicamente culpable. Somos culpables (se oye comentar). Dice Jordan:
tomad aire, volad. Y los pájaros se animan, ellos que no tienen memoria, ni recuerdan
el beso, la forma de la traición, el engaño musical y todo aquel entreacto fúnebre.

En lo mejor del piano, irrumpe el sonido feroz, veloz de la locomotora, el estambre del carbón,
su fibra comercial, su firma en el espacio. Ritmo que interrumpe al ritmo denso de la melancolía como un disparo
al corazón abre un paréntesis eterno, suspende el intercambio de los dones.
Así que el tren, el aguafiestas, buen demiurgo, y el campo una apariencia de destino. Nombres del vértigo que desunen,
se desligan de su origen.

Misivas, peticiones, ruegos. Y una verdad por encima de todo, oculta entre millones de verdades. El campo
hoy ha amanecido tan verde y ominoso que no puede velar su triste arqueología. Los minerales
han parido sangre esta mañana de marzo
y los mirlos han deseado su tristeza al mundo.

Jordan luce un conjunto vivaz, apto para obrarse y delinear un prodigio doméstico.
Sus manos gesticulan el pasado con exagerada precisión, su voz se congratula de otras voces
más antiguas y es un coro final que se levanta y da gracias por el bálsamo del arte.




domingo, 27 de marzo de 2016

ruido es ciudad


Duerme la ciudad bombardeada. Entre las ruinas, Jordan susurra una plegaria. Si no piensas en ella…
De vuelta al parque central, la hierba alta. Oh, palomas gruesas,
enloquecida orquesta, plumas ardientes, vacuas. La vacuidad del contorno, el infinito, la vanidad de los enamorados
que lo fueron. La luna frunce un millón de olas, su frente máxima,
sopla tormentas de oro en el desierto. En el parque nada ha vuelto a ser igual. Nada es igual.
Las chicas apedrean sombras diferentes, roban en distintos edificios. Ellas se ríen
del poeta que es tan débil, que se las compone y pasa hambre cada vez que graniza en el jardín.
Se ríen del hogar austero que desluce, que no puede llamarse la casa de alguien, donde el humo
funciona como falsa atmósfera y la humedad se filtra en los mosaicos. Hay en la casa un suelo de listones abiertos
en los que florece la miseria. Personas como hongos entran y salen sin tocar el timbre.

Ahora no se puede dormir. No se puede vivir. Vivir es para los tibios, civiles asentados en su reino
familiar, príncipes enlatados. Ellas mejor se mueren de repente, con discreción,
sin que suenen las sirenas ni las cruces ausentes se propaguen y prohíjen la destrucción del gueto, la peste en el distrito.
Las trompetas desafinan como si fuese ayer y el jazz continuase fraguando su protesta. El piano
sigue autodestruyéndose todas las noches cuando silban las doce y la carroza
del cuento se convierte en un remolque cargado de diamantes.

Jordan ha asimilado el cuadro; le gusta pintar. Dibuja estoicos sombreados, ligeras bocas de incendios de las que brotan
chorros inhumanos, curvas lógicas para deleite de las mentes puras. Y los críos franquean la puerta del dolor
hacia la fresca inmovilidad de los blancos surtidores. Trazos flamencos, lúcidos y vulgares: el cuerpo
femenino de aquel árbol intocable, la proeza del gorrión en la distancia. El parque, a la vez –esta vez–, fosiliza
el silencio, se nutre de una mortandad de vívidos consejos, vidas hechas a imagen de una gloria pesada,
ordalía de pecados sin nombre. Al papel en blanco, llega la calma; tiene algo de guerra, también parece una fiera sombría.
La solemnidad del color amanece en los márgenes, dobla su esencia en las paredes quemadas hace un siglo,
disfruta de este negocio entre pares: una gota de lluvia o una lágrima.

Ruido es ciudad. Pero entonces el ruido era un antídoto bastante caro. El rap imponía condiciones
a la música, dominaba los aires y los ángeles precisaban de un hueco en la madera, un libro compacto para eludir el invierno,
la caverna mística que permite al eco revestir su desgaste de esperanza. El rap se abotonaba la levita,
levitaba como reconstruyendo la trayectoria de las últimas balas. Otro tiroteo en paz, otra invasión de azules
antes del púrpura germinal y auténtico. Leves tobillos adecuados a la danza; la nieve en prosa
de los fusiles automáticos descargando su acento lacerante en la cazuela del odio.

Algo se disuelve en la materia, por detrás de los biombos, entre medicamentos inútiles. De improviso,
la cantidad de las bombas que caen como rosales o cerezas. Si acaso alguien llevase el traje nuevo, recién comprado
para qué ocasión desperdiciada, si alguien llevase el vestido rojo y el niño saltase en sus zapatos negros de charol
brillante; sería la sangre otra sangre, otra manera de morir se abriría paso, tan diáfana, y los perros
olfatearían el desastre con la debida introspección. Quizás los lirios habrían ganado la batalla a la belleza
definitivamente.




viernes, 25 de marzo de 2016

materiales para obrar un sueño:


desesperado intento
bisutería
mini-arpa (cítara no tan gloriosa)
podadora?

Se acabó la noche
ahora hay una luz potente, una luz que no se rinde. Luz para leer las instrucciones. El alma
es un poema que termina mal, en una marejada; esgrime su metáfora
cuando ya es tarde y las palabras han abdicado
de su signo torrencial.

Una niña se acerca, lleva el crepúsculo de la mano,
se parece a la que espiaba a los enamorados tumbada sobre la hierba en el jardín de Irene.

Jordan está fumándose el último joint, la crepitación y el recorrido de los ojos;
ve venir un estudio universal casi como el arco iris
denunciado por tres madres coraje; los perros permanecen lejos, sueltos como en Bucarest, forman un grupo enconado
con el que no es posible soñar. Todavía, sin embargo, el centro comercial mantiene su estructura
doméstica y de vacaciones. Todos los días son domingo por la mañana.

cierto: se precisa una mañana azul (qué olvido imperdonable)

Por eso llevo la mochila –dice Rose– las maletas pesan demasiado. En la mochila solo cabe
su libro para colorear. Pero Jordan conserva un ejemplar de Pushkin que nadie puede leer sino ella y que empieza así:
“En una aldea del Cáucaso…”, como si fuera sencillo, como si fuera Cervantes en su puesto,
devanándose los sesos con furtiva elegancia después de comer.

Las píldoras han perfeccionado sus prestaciones.
Hombres con la cabeza rapada circulan en un auto desvencijado pero listo para el combate del siglo.
Gris se relame a sangre y fuego. En la gran pesadilla
Azealia no es princesa, está detenida como Sandra Bland y su destino
permanece a la escucha, interrogándose, desafiando a la autoridad sin ninguna expectativa.

Triste oficio de jardinero en estos tiempos de furia; podadora en ristre, los empleados municipales
cumplen con su tarea poética con dulce fatalismo o de cualquier otro modo,
a su ritmo. El sueño codifica tanta información que produce el vómito
radial o rayo verde. Es un hecho. Menos mal que está Rose para no hablar de amor
y los vándalos aún respetan esa franca mejoría.




miércoles, 23 de marzo de 2016

cien mil años


Es un dolor antiguo que no se sabe dónde
comienza a preguntarse por el alma. Existe por debajo. Se presenta a la mañana cortés
dibujada en un claro de luz, atiende a los micrófonos del viento,
las cámaras de la realidad. Hay un tiempo para cada pasión. La risa brota en el pecho y da igual que sea primavera
y los hijos se hayan marchado a otro país, y da igual que la sangre haya bordado
una rosa en el asfalto. El dolor se manifiesta como álgebra, una función devastadora.

Qué juventud derrotada por los hechos, por la autenticidad de la materia, que ya no vuela alto
ni se reinventa, se derrama como un manantial oscuro. En el crimen está la voluntad,
los brazos en cruz, la voz encallada entre lamentos. Ahora el mar tiene la culpa de separarse y separar, de ser frontera,
ruta caníbal. Jordan ha llorado: ¿por quién? Sus lágrimas
de lluvia calaban como la lluvia del verano, con la misma suavidad, el mismo atrevimiento.

Su verbo actúa en represalia, domina las insinuaciones –ya vuela alto–,
surte efecto. Ha prometido una flor además del canto, además del baile que susurra su romance a las estrellas,
ganchos para un sueño gigante, obras de esperanza. Con su promoción
de canallas, su procesión de luto. Profesar, rezar por lo que sea que ya no ha de volver.

La violencia se muerde las uñas, se despelleja y sangra a pesar de los pájaros que increpan y los gatos que suman
su aspereza. Un jirón de humaredas neumáticas recorre la potestad de la altura,
voltea ideales corruptos que pasaron por líneas del poema y se hacían pasar por largos
credos, novedades de espíritu que apenas inflamaban la garganta. Tanto fuego en un cubo de basura, dentro de la noche,
al raso, como se debe crecer en esta tierra.

Asomado el poeta a su ciego balcón viendo detenerse el penúltimo autobús del sueño, un radio blanco
como el papel, un rastro de vergüenza entre mariposas muertas, ¡qué elocuencia! La marea que sube,
ahoga y cierra el puño sobre algún cuerpo, sobre otro cuerpo. Y el verso que respira su edad de cien mil años.

Jordan, divina ante el espejo, extensa en el poema extenso, siempre a falta de una palabra
lisa y real, casi real. Los árboles intocables ahora, los gorriones sinceros, las manos quietas, justas,
alumbrando el detalle que sabrá valorar la gran naturaleza.
Qué extraña la gente –ha pensado–, enterrada en el silencio de su alegoría, estática de puro movimiento,
malvada a fuer de estética, cruel por no decir que firme y consternada, y no decir ¡qué flor en el desierto! Y no decir.




lunes, 21 de marzo de 2016

sweet


Sobre el arquetipo de la victoria planea la desconsideración, gruñe un vaso roto. Desde su despacho del vertedero,
Jordan reorganiza la familia, dispone, condona y facilita las cosas. La acera es un fenómeno
contrario que se bifurca en alguna dirección, hacia otra parte. Por ella cruzan
ríos, se apartan los soldados,
se encuentra una felicidad con zeta. Polvo y luz solar, un cielo
azul-manzana con buen color, sano y resplandeciente como la fortuna. Bajo este cielo se puede
sintetizar, es posible azorarse en el lenguaje, vaticinar un verbo consecuente que no se eche para atrás.
En poesía –Jordan sabe– la coherencia está sobrevalorada, como en política:
el poema de hoy mañana será un cuento.

Sucia poética sweet; qué poética basura saturada de suposiciones, obra que acarrea
pilas de predicados holgazanes, adjetivos de un solo uso. La reiteración absurda que no soluciona el problema, causa
ceguera, eccema, lunares y vegetaciones.
Si hubiese una terraza elegante y no depauperada donde sentarse a mirar,
a escuchar el roto de la vida, su pájaro cargante, su motor. Todo afónico como un sintagma especular, un diafragma
congestionado, hundido como un galeón.

Megáfono en la plaza: Jordan, ¡hay que soñar! Y ella sueña con una serie de televisión (Azealia
es la princesa del momento). Se prepara entonces para el próximo recado, la próxima revelación, el acto
sinuoso; lee un trozo de Irene que es tan atractivo, suena a realidad y pica un poco.

Nunca ha sobrado (tanto) amor. Es fisgar por la mirilla, salir del orfanato a la calle delicada, peligrosa y todo, salir
del sanatorio y no sanar, ser atropellado por el aire, ¡mira, una mosca!, mira, una flor. Seguirlos –a los niños–
y empaparse de su estado, jugar a moderarse, a contener la rabia. No hay
rabia que valga, estamos muy contentos. Ella viste de marca, suele llamar la atención con sus medias de colores, su lado
personal y otras armas escénicas.

La acera no se termina, la avenida es larga como la probabilidad
de no hallarse y no estar cerca. Surge la casa grande en la que se mascan tragedias y hojas frescas,
se consultan las tristezas de ayer. El aire huele a pan porque alguien ha horneado en su memoria. Bajamos la escalera,
como dice el poema, nos cruzamos con mucha policía, aprendemos a aguantar el humo. Y ella dice que ha visto
llover (cuando ha visto llorar). La hierba está mojada y sabe a café. El parque está mojado,
a reventar de rosas.




viernes, 18 de marzo de 2016

milagro siguiente


Medroso y concentrado, sumido en su picuda sombra,
más oscuro de lo que habría deseado, menos oscuro de lo deseable. El poeta corrompe una idea común,
absorbe terrenos vedados al lenguaje y vomita mentiras salteadas. Diálogos
de mantequilla, paseos por el lado salvaje de un camino vecinal. Su amor se robustece en la sangre,
duele apenas, su obra se crispa en el sentido, vierte
comentarios nudosos aupado en una forma estrafalaria. Ahí está,
deshaciéndose, desafectándose del mundo y sus ojos livianos, su majestad retórica.

Jordan corresponde a un linaje privado, estirpe de leonas, cóctel de samuráis
conquistadores y actores secundarios. Obedece a una sola indiferencia, va escogiendo su traje de Mesías,
silbando en un andén lleno de nadies. Las estaciones son su reino o su ambiente real,
su preferencia: adioses y abrazos imperdonables. Su rap profesa hábitos
insanos, opacos a la fe. Hoy nadie la espera;
de ausencia, hierve el escenario, su voz produce auténticas ficciones del sonido.

Dos trayectorias disímiles. El ave que cubre los océanos o el ruiseñor empobrecido en la fronda,
deshabitado de su innato giro; alguien que blasfema en nombre de Caín, alguien
preocupado por el nervio colectivo y el relato social. Vienen cuatro, tres, dos, una masa de dos
que vocifera consignas sin haberse estudiado el expediente. Crítica
disfrazada de pánico al amor; este cordón sanitario que excluye el contacto como la enfermedad, este tramo de estar solo
en medio de los templos, en la esquina vacía de la plaza abarrotada, pegado a la pared
como un toro picado, como un animal en horas bajas. O la potencia de la naturaleza secuestrada
en la dulce Babilonia –Ciudad de México– y  liberada sin pagar rescate, sin pedir rescate, libre porque así es la ley.

Cuando se posee el secreto y se está en posesión de la herencia sanadora y se es capaz.
Estamos en paz, dicen los espectadores. El espectáculo ha comenzado en un segundo plano y ya termina. Tempus fugit.
El tiempo planta su sepultura sobre el polvo, la cuadrícula exacta de su cuerpo flaco y dolorido: es que tiene
un final. Aunque no lo parezca. Ella desbarata limbos gráficos con un crudo destello. El campo se mueve
al unísono con la marea; clara fusión labrando un todo sobre el mar. Se extiende el campo por todo el firmamento,
dobla su apuesta contra las grandes ilusiones, banaliza universos con su utópica ristra,
su lista de la compra, se incluye hasta el límite
donde la semántica fracasa y los poemas pierden contundencia. El campo se menea
hasta la última frase del silencio. Como sucede el beso dentro de su burbuja,
asciende y cruza líneas prohibidas, estampa su coral aliento sobre el destino del prójimo.




miércoles, 16 de marzo de 2016

sin estilo


Se han parado los versos
como un tren sin estilo. Parada en cualquier túnel, cuanto más oscuro. Al alba
el éxodo se recrudecía, más salían de todas partes
atravesando cordilleras nevadas, ríos turbios enrabietados, luchando contra los alacranes y otros misterios.

Sirenas aúllan verbos tímidos. Barajan deudas, cobran a pesar de tus buenas intenciones,
rompen barajas, costillas, páginas escritas y páginas en blanco: hay que hacer un gran fuego
antes de que empiece a nevar. Las sirenas llevan
una glock en el bolsillo, suenan como ráfagas, pitan más que tu despertador, te desperezan rápido.
Hay que bajar a la calle ¡deprisa! a ver pasar los tanques, los triciclos,
niños de buena familia que viven en barracones y juegan con el cuervo,
viven en torres y juegan.

La chiquilla da vueltas al anillo como si fuera espléndido trasunto del mismísimo Browning (y su escolta),
gira el anillo en su dedo corazón y la piedra fulgura, fosforece, anula
pasajes equivocados de un libro en particular, tacha lo que más te importa.

Ella tenía su tacha como todos los pobres; andaba encorvada fumando su blunt,
lanzaba un tomahawk bajo la tierra. Ha llovido y asusta sulfurar a los perros. Ruedan las perlas
como autos de choque, perdidas para siempre. Los chicas componen y los chicos entonan, o viceversa, visten
vaqueros condensados, buen denim, anchos para que quepa la guita, no tan caídos
que no dejen correr.

Hip-Hop atenúa, sistólico como un Gillespie mendaz, poco entrenado.
Jordan no se infla (de momento), sopla haciendo vidrio, expulsa el humo en círculos concéntricos, carga una rumba
y ronea con la máxima influencia y el color. Su color es un viento sur del fondo de Los Ángeles. Ella es un ángel
agnóstico, ha llegado a través de mil esferas, sorteando pasos ínfimos,
fronteras creativas. Es la alumna que sobresale del espejo y entre las amapolas;
viene de ayer y su mirada es un quiebro al futuro, un plato de comida sobre la mesa sin bendecir aún. 





lunes, 14 de marzo de 2016

factor de riesgo


Unos se empeñan. Tienen la vista puesta. Pero no terminan de ver el futuro.
Perseveran en un ritual que no es el suyo. Hoy el tráfico cruza inmisericorde la avenida, los toyotas arrasan
el asfalto despojados de toda clemencia; el sol ha decidido estancarse,
rezar sus oraciones. Ancianos que arrastran penosamente el carro de la vida, estudiantes desarmadas,
niños extenuados bajo el peso de la ilustración. El sol
ha decidido comprarse una antena parabólica con traductor simultáneo, la sombrilla
más grande del mundo. Por la avenida el polvo libera la posibilidad
remota de un milagro en condiciones, no como ayer.

Con el alma en las nubes, envasada al vacío, empapada de sueños
como si no fuese a haber un pasado mañana; la humedad de la altura, portentoso contraste. Jordan
se figura. Su figura es un ente calcado en el espejo, demasiado risueña,
demasiado bonita para este atolladero.

Pasear es un factor de riesgo, como besarse en los portales, cogerse de la mano y dar el salto. Los charcos
están para quedarse, invisibles al verso, en ellos beben las hadas, chapotean
gorriones y otros espíritus. En la carretera zumba el calor, los motores confiscan kilos de soledad,
onzas de pánico. Al por mayor, nadie mejor que ella, que revienta las cajas
con tanto detalle. El prodigioso toque de su mano enguantada,
el roce de su vientre en la frontera.

Hay que oírla reír y entonces
se abre una puerta en el espacio, ¡oh, potros en estampida!, seres alados; una puerta a la realidad.
Novelas del oeste acabadas en salmos, su acento detenido en cada
sílaba, dibujada su sombra intermitente; su nombre en marcas de agua distribuido
por el lienzo, mil copias de su rostro en las esquinas, paneles luminosos y radios apagadas.

La belleza puede variar el curso de las ilusiones. Su imagen es un tesoro bendecido por la luna, qué ricura,
fuego despegado del arte. Y los ángeles fueron decorando las cúpulas, se fueron
acostando en el yeso como mariposas muertas. ¡Tanto por hacer!,
el trabajo a medio hacer, sin hacer, deshecho, el trabajo de una eternidad fingida
declarado no apto para qué. Ella y su responsabilidad, la promesa de una retribución por el poema (y el retraso
habitual): situada en un orbe de palabras sinceras, olvidada
de su divinidad y su estoicismo. Ella en su nombre, con toda la razón.