relatos, apuntes literarios...

sábado, 30 de julio de 2016

se busca: belleza (y una estrella de mar)


Esta es la búsqueda, mondas de naranja y nicotina en un rectángulo inmenso, deplorable. Los insectos
se agigantan, pisar una hormiga es un crimen, mejor no salir de casa (tanto). Beber y fumar:
debe ser el eco de una vida anterior.

Los apóstoles uno detrás de otro, si te cogen te plantean la cuestión,
si no contestas, te excomulgan; se dice que oyen campanas y que rezan cuando nadie les ve. Ahora solo se les siente caminar,
uno detrás de otro, como hormigas sin avituallamiento. A veces los niños.
Juegan a ser mayores con la esperanza lúgubre de los desconocidos, juegan
a ser felices sin cesar.

Mamá ha bajado a por tabaco a la panadería, los perros ladran, los aros
ruedan, los neumáticos arden, sueltan nubes de ácido. Hay nubes en el cielo, que parece un estreno
de ciencia ficción. Con todos ustedes, el micrófono del hop,
ganduleando y vestido de azul, como el demonio de los dibujos animados.

En el imaginario de la búsqueda hay: sortijas de pedida, materia oscura,
átomos normales y corrientes, vestigios de una civilización, el poema. El primer verso del poema es el que duele
más –según las escrituras; se te clava hasta el disco compacto
y te raya, cruje y se difunde; es tan suave como una carrera universitaria,
aunque aseguran que fomenta el alcoholismo.

Desde donde está Jordan se escucha el hop aullando y ahuyentando los mosquitos,
un movimiento destructivo, a la que salta. Las líneas subsiguientes se escabullen por los intersticios de la página,
letras oblongas, aliteraciones de domingo, metáforas postreras. Resulta que el pasado
es un elefante amnésico, entra en el futuro y lo arrasa incondicionalmente. El pasado es algo religioso
que trata de la muerte –piensa Jordan mientras contempla su reflejo, esa torpe
belleza que saluda con los ojos amarillos,
la boca roja de pedir perdón.

Silencio, se fuma. La hierba es el pronóstico; el psiquiatra de la avenida diagnostica
cargos de conciencia. La verdad es que miente, pero sin compromiso. Deprisa, hay: unos guantes de boxeo,
la foto sepia de la aristocracia, el velamen de un barco
y una estrella de mar.




jueves, 28 de julio de 2016

superhéroes del techno


Es como tirarle una piedra al tiempo
y acertar por causalidad. Tocar las campanas de la iglesia que arde. Las cosas arden más de lo que parece:
mirad al cielo. Ahora se escucha un silbido, el aviso acordado; alguien
viene sin invitación. Entonces hay que tirar una piedra sobre el muro y esperar
la buenaventura; el azar es un número inverso que masifica las intenciones, las priva de finalidad.
Aparece el poeta con un cardenal en la frente, la marca de una bofetada
en la mejilla, cinco delicados dedos estampados en orden sibilante, orgullosos de su creación.

Había luz, pero solo un minuto, durante el riesgo, un fragmento de interés;
se aprovechaba para coser
las heridas, buscar la moneda de la suerte. Hay un extravío connatural al espacio, es la perdición de las palabras
lo que resulta cuando se habla del silencio.

Las chicas están protestando contra el racionamiento, también
contra los ladridos nocturnos, toda clase de ruidos y menesteres turbios, una suciedad que se retroalimenta,
difusa menos en la tísica cochambre que genera; la basura aplaza el orden mental,
consigue unificar las miradas en su dirección epistolar,
oh, inmundicia gravitatoria, miseria en estado sólido. Ya es posible llevar un trozo de miseria en el bolsillo,
no pesa tanto como la verdad que la mantiene fresca. Estaba en el recuerdo que el autobús de las diez y media
hace diez años y medio que ha dejado de pasar tocando la bocina; donde hoy se luce
un comando de buitres.

Antes de ayer, o pasado mañana, el poema trataría de la sangre, que es todo oídos. Este… y habría
edificios –eso– amontonados como furias, un dolor en las yemas de los dedos como de entintarse y declarar;
los ojos llegarían a la cima del mundo para ver pelear a los colosos,
superhéroes del techno y la segregación. Nada que decir de los abismos hechos a la medida de la industria
pesada, con sus toros mecánicos levantando imperios económicos a pulso; la libertad
del obrero siempre a cuestas con su blues amortizado.

Jordan con el pronombre en la conciencia, más poema que nadie, deshidratada,
absorta en la conjetura de su órbita alrededor del verso, nada deprimida a pesar del estilo
fraccionado, los dedos fracturados en comisaría. Ella y su certeza, esa extremidad ideológica del beso, absoluta
como un escalofrío, un trozo de sandía entre los labios justo cualquier tarde de verano.




lunes, 25 de julio de 2016

toda la antártida


No necesita el plan de su linaje, la trama de su alcurnia; oh, en otras latitudes,
orladas de catedrales como marcas de viruela, edificios grotescos,
se conoce el patrimonio lírico de la princesa Azealia: ha oído hablar de ello. Jordan tiene veinticinco años, al parecer. El poeta
no tiene edad, carece de complementos, ha soslayado ese viaje. Aquí el campo se superpone sobre
el resto de paisaje, aquilata nubes y destruye cerros mercenarios. La historia desaparece al instante,
cede el paso al icono de su poder, la etiqueta de su trato.

Quién tiene razón. El verso ha venido mintiendo desde que el mundo es. El parque es un punto
negro donde se aparca, donde la parca, donde la porca vida se materializa
y los libros cobran gran interés, delimitan el ansia y verbigracia. Volar es positivo,
dominar el territorio como un colono americano, hijo de la caravana. Se suceden kilómetros de hielo,
incalculables fortunas. La propiedad de la tierra fue abolida por el tiempo,
las bombas de racimo y las minas que socavan los linderos, delimitan esta zona de guerra y el espacio
desde el que se alcanza a escuchar la música maestra.

Hay un DJ que ha bajado del cielo en un caballo blanco: su heroína es la mejor del pequeño
continente. Delante de su choza, una cola que da la vuelta a la manzana en ruinas; en realidad, la ciudad es solo
señalización, se ha reducido, hay un reduccionismo urbano diseñado para la pobreza
y la reacción. Jordan vive debajo de: un puente, un campanario, una familia de emigrantes cordobeses. La gente tira
la basura al suelo, pero ya no hay materia desechable y todo es ecológico y económico a la vez.

Se les llama la atención. Y sacan la pistola o el machete. Es mejor dejarlo correr. De hecho, el río corre
que se mata últimamente, se ve que ha llovido demasiado. El poeta dice que caerá un diluvio y toda la Antártida
se echará encima del paseo marítimo como en una nevada del siglo neoyorquina, de esa manera silvestre. Los traficantes
cordobeses le ha robado el caballo al DJ, que era un ángel sin medida,
sin memoria de su cadena de mando. Ahora venden barato y han iniciado una confrontación
suicida con las chicas del otro lado de la calle.

La poesía entretanto se entretiene con la ruta monástica, el retiro voluntario de Azealia o su manifestación
menos lumpen-proletaria. Se ha hecho mayor y su leyenda monotemática inunda los pasquines y las fosas comunes,
es trending topic de los cementerios, majestuosa y marmórea. En esta masa ínsita
del campo, tramo del parque, park avenue o lo que sea, como quiera llamarse: paraíso, roca lunar, armónico ditirambo
nativo, hábitat, los versos encomian su trayectoria; los besos son detectados por una máquina
inflexible, un acelerador de sensaciones. A Jordan le atrapa la faceta simbólica de la princesa, su resto
al segundo servicio, su abecedario capitular, ese lanzamiento curvo con el brazo
armado de la ley. Ha de reconstruirse un mausoleo estilo Mao, con el cuello mao y la revolución cultural en su apogeo,
tarta de frambuesa para el té de las 5. Sin zombies ni palomas mensajeras,
y sin fatalidad arborescente.



sábado, 23 de julio de 2016

nada florece


Están la calle y su florecimiento,
A. Abbas
el ciego sol que contra el tiempo nada,
la flor que nada sola contra el viento
y, en último lugar, está la nada.

Del séptimo al octavo mandamiento,
hay un panal de juventud quebrada,
un dominio de sangre en movimiento
bajo la carne desencadenada.

Es natural que el alma pierda el paso
cuando se enfrenta al íntimo fracaso
de no saber qué dios la compadece.

Sal a la calle, pierde luz el día,
los ojos pierden pie, nadie los guía
hacia la libertad. Nada florece.



viernes, 22 de julio de 2016

en fase


Arroja un penacho de vapor y asciende; la atmósfera es color de luz,
abajo todo es blanco, lejanía, arrullo. Debajo todo es tierra y más aún, tierra bajo la tierra
y más aún, máquinas que fabrican sueños, cuerpos
de papel. Es por eso que se mueve como una bala de cañón, tan rápido como la letra del rap,
deprisa, sacando brillo a los muros de la cárcel, emplumando el asfalto con su acento,
como un suspiro en fase, una situación. No ha llegado pero es una carta,
un envío postal timbrado ayer, escrita cuando inquietaba el amor, escrita ahora que ya no inquieta el amor,
ahora que el amor es un valor en alza y la sordidez solo perturba el ánimo de Esmé.

Maya conoce la sordidez de las personas, sus antojos, sabe
que el odio es un valor en alza, sobre todo en prisión. Pero canta, su blues es parte del Estado que calumnia, un río
sediento, un alma para la justicia. Ella es el ángel que fue. Durante una vida,
es un ángel masivo, infinito como un verbo que no deja de hacerse por el mundo.

A punto de caer antes de tiempo, de estrellarse contra un altar, no contra cualquier monumento al olvido,
no contra el palacio en ruinas donde la princesa estalla en lágrimas cada noche y las palomas
trasportan, una a una, las perlas de su llanto hasta el estanque, que florece.
Es contra una sombra pendiente de una columna de humo. No contra Jordan que fuma en su retiro,
exhala lazos de su espíritu, vuelve a distanciarse.

Jordan fuma detrás del camposanto, junto al débil perfume de la hierba derretida, de la vida resuelta,
recogida en montones de hojas secas, tanta naturaleza que no existe
expuesta como en un museo, rea de su espontáneo mecenazgo. Su casa es la casa del árbol –ya la conocen–;
yace ilustrada en el plumón del arte, el cuadro ingente, el poema corpudo, la escultura grotesca,
metal, tinta, color. Escucha el crujido de la sangre y vigila su metamorfosis. Capataz
de la forma, su pelo en formación hacia las tablas del aire, el panteón celeste.

Qué suerte al fin. Pues tampoco es posible la restauración, sí el desencanto que anima los corazones;
al final es posible, y sin consentimiento. Abrazándose a la cinta que señala el tronco y lo pronuncia, nombra su edad
y su tamaño, rasgando la guitarra del sendero, cuerdas crepusculares. La lluvia es un deber, con ella,
acude, arraiga como imagen y como sentimiento, desborda el contorno de la idea y se produce,
más redentor que artista, más ángel que dios, más espejo que trance.
Jordan reconoce su destello. Dice que no. Pero es solo una palabra, apenas una sílaba inconstante
que nadie escucha cuando cae del cielo.




martes, 19 de julio de 2016

california


Ha volado como un misil intercontinental
hasta Los Angeles (CA), donde hubo una ciudad que ahora es un lugar bajo la niebla. Las viejas urbes colosales
han dado paso a una bruma versátil e inocente que lo todo lo transpone
y lo desmanda. Los tranvías sepultaron sus raíles. Un complejo de tormentas eléctricas,
brasas y centellas, una nube de pavesas inundó las autopistas
de la comunicación; los ordenadores perdieron la memoria. En estos momentos,
hay que gente que está aprendiendo a escribir,
y sobrevive. Jordan lo recibe, tímida y reluctante: es insuficiente, pero quema. Es también adorable,
semejante a una flor en transición, una trampa adecuada a la melancolía y el ansia
que palpitan bajo ese nulo síntoma de luz que reverbera
en la distancia.

Resulta tan breve y tan desnuda la caricia que, de pronto, se confunde con el aire superficial y ecuánime,
la insana brisa que duda entre raspar o hacer herida, entre abrasar
y derramarse, extenuada tras el drama continuo del océano, que burbujea de exilio y ominosa
inacción. El roce se antoja, sin duda, obra romántica;
versa sobre el deseo y la policromía de las rosas que invaden la imaginación con sus relámpagos afables y su plana poética,
superior a todo lo visible en un rango ejemplar,
delimitado por sombras y sombreros de copa, izado como una bandera corsaria. Un toque leve,
la bola roja que perfila las bandas antes de impactar con desenfado y sin estruendo en las dos dianas, marfil contra marfil,
pecho con pecho de la misma sangre.

No ha sucedido, siempre que el espejo no refleje la sorpresa, huérfano el oído de referencias
válidas; la piel totalmente fuera de contexto. Piel que fuera muralla y fue desierto,
alameda sin árboles ni maravillas, jardín sin la espuma del mar ni sus delfines.

Reacciona el alma en riesgo frente a la pincelada inexacta del Amor, sublime derrota en varios frentes,
ambas mejillas, como en la palma roja de las manos. La entera región de Los Ángeles en California otea su propio
horizonte con infinita paciencia: hasta encontrarla. En la avenida que salía del cerro,
diagonal y plácida, ancha y terminante, en su longitud fotográfica,
el dorado polvo de los sueños inmunes a la esperanza; una plaza sin estatua ni bullicio, sin orquesta
ni látigo que restalle en el silencio de las amapolas, en plena e indecible soledad,
reina de su halagüeña miseria, descalza y todo, incluso demasiado perfecta
para ser sostenida por las balas, tatuada en otra imagen más cercana a la realidad que la música rota de los altavoces
que se afina en el recuerdo.

La sirena despierta como un animal salvaje y entonces
se incendia el terciopelo, la felicidad cobra la torpe apariencia del secreto, muestran su orgullo las lágrimas;
hay un águila bebiendo en un vaso de agua, un león en la escalera del portal;
es magnífico este episodio cotidiano, tan ausente como si hubiera dormido en la conciencia
durante una eternidad, tan blando como una pelota de goma en el pasillo del colegio, tan dulce como el mejor
pecado de la historia. 



domingo, 17 de julio de 2016

vacaciones sin dios


Era un mundo convulso: ¡ya no hay mundo! Una sábana oculta el escenario, se come la hierba;
pero la hierba continúa en pie desde que la pisara el profeta.
Montañas de palabras, tres o cuatro verdades en penumbra, en almoneda, llenas de postillas,
apostilladas. El agua hierve ahora por encima de todas las cabezas, evita
la explosión, la explicación debida, por qué ha caído del cielo una certeza, qué revela y qué esconde en su entraña
meteórica, metafórica, dónde queda el pequeño estilo
de ser libre, el estilo en línea recta de los arquitectos probables. Ahora que la sangre
ha llegado al agua transparente y ha cegado los pozos con su atuendo, que la piel
importa tanto como una semana de vacaciones en París.

Este deseo se las apaña. Encuentra la salida, tiene el vicio
extraordinario de salir de noche y ocupar cavernas como lugares de paso, túneles
diminutos iluminados con antorchas o miradas ardientes.

Es importante pasear por el centro del parque sin un arma,
sin alma que ofrecer al caminante, retador y logrado. Jordan se atarea, lleva a su perro de guardia y le deja beber
de la tercera fuente. Ambos se relamen, disfrutan de una terminación neuronal a ras de tierra;
así olvidan el futuro que acecha en la copa de los árboles, lanza
saetas curvas con extraña destreza. Se trata de pintar un cuadro extravagante
que no valga la pena (por el momento) y colgarlo de la valla, compitiendo: ¡déjalo que compita con el cielo!
Alguien lo ha hecho, desde luego; era una pieza redonda, lista para el mercado,
representaba el mundo que no existe en todo su esplendor,
las mañanas audaces repletas de comercio, los columpios y las ejecuciones.

Comenzó como farsa, dando coba, el inicio perfecto. Y se fue expandiendo, propagándose por el extrarradio,
el subterráneo globalizado y su panel de control. Unos se quitaron la corbata y la colgaron en el armario, después,
se colgaron de una rama baja. Otros brindaron y brindaron cerca del cementerio,
cerca del aeropuerto, en algún sitio cercano a la debacle. Hubo
atropellos masivos hasta que los vehículos decidieron un plante descarado sin móvil aparente.

Jordan fue creciendo y conoció. A Maya antes de nacer. A otros. Aprendió a defenderse del Arte y sus motivaciones,
narró el espacio como carne de horca y fue su melodía un medio curativo. Rezongando,
filtró su bálsamo entre las hebras de la primavera; hilvanó un segundo
milagro, en un segundo, y llegó a ver a dios mirando por el ojo de la cerradura. Se había roto
la Luna en siete pedazos minerales sin que la religión ofreciera respuesta. El poeta intentó un recurso al Amor de siempre,
su ensayo preferido alrededor del fracaso. Entonces,
ella esbozó una sonrisa desde lo hondo de su corazón –una mueca endiablada–
y la gente dejó de comer por un instante, los verdugos hicieron una pausa, los gatos rechistaron.
Cuando el tiempo cambió de dirección y empezaron a obrarse los recuerdos.