Asistir a una muerte en persona, personalmente, o imaginar la muerte de
un pequeño ser, matar
insectos sin pensar en las consecuencias, el karma y sus
insubordinaciones. Es por describir
una muerte en directo, esa mascarada de la respiración, esa
preocupación interesada, el tumulto de las emociones
y el protagonismo indisimulado del aire; no tiene que ver con
desconectar un aparato,
conectar un garfio a la sombra del ingenuo (cadáver) moribundo, cadáver
in péctore,
sumo sacerdote de las destituciones.
Literatura es: cómo, cuándo. Saber lo que ocurre. Escribir una novela
es: preparar un guiso indigesto
y esperar la comitiva de los especialistas, críticos enervados. Todo
esto se ha ido a p(s)ique, se ha desangelado
precipitadamente. Un sorbo de muerte es indicativo, ilumina un texto
con su gracejo
paranormal, su opípara rendición de cuentas. Un espectro salta por la
ventana,
cruje algo que no son huesos (ni se rompe la crisma), ni grilletes
encadenados a una bola de hierro fantasmal;
se desliza por los solitarios corredores del castillo disfrazado de
hermosa cortesana.
Oficio: se trata de encontrar la llave maestra (que te la soplan, se la
inventan) de la publicación
exagerada de un estorbo literario ni siquiera solventado por los
asesores editoriales
más avezados y pulcros o jenízaros (signifique lo que…).
Jordan escucha a Noname en una cinta pirata, su risa argentina, su
longevidad. Está en el parque, donde
suceden los hechos de una vida, mueren los pájaros, también algunos
loros de larga cabellera,
y las bestias adquieren una suerte de humanidad: when the sun is
going down…
Gris no ha muerto todavía, aunque su aliento viene a desmoronarse en
algunas ocasiones. Su capítulo
ha sido cerrado hace un par de años, se añadió el borrón decisivo a su
ejecutoria intachable. Y se escribió luego
sobre una marquesina, en el vaho de una ventana de autobús, rayado en
el pupitre de la lealtad,
orlado sobre el púlpito como una mentira bienaventurada.
La novela habla de fiestas, es un cuadro tan abstracto que no sabe
decir amén. Termina y no ha empezado aún
a descentrarse, a disfrutar de las tardes de verano más apropiadas para
un funeral, cuando las palabras
fluyen en constante idolatría, doblegan órdenes de cambio, dinamitan
puentes estilísticos como puentean el abecedario de Caín,
lucen su herida en la garganta, apenas un acento miserable.
No ha montado en el cadillac del KRIT, Mara no ha invitado a nadie hoy.
La música es un contacto
privilegiado; las páginas arden en un brasero mental, hay una cobardía de
fondo entre los significados oscuros
y sus abyectas privaciones, su intencionada sordidez. Es preciso
conocer el arte de la renuncia, intuir la buena mano,
el falsete incordiante de la realidad que bulle y no se desgasta, que
resiste
imposiciones o se rifa la forma, duda entre un verso y la parálisis
completa. Jordan se ha quedado esperando en un banco
amarillo de un amarillo desvaído, color cenizas de oro; su mérito pasa
por una letra soberbia (hechos para el desguace,
situaciones de una gravedad inusitada pasadas por el tamiz del odio ajeno),
es decir,
otra carta de amor desfigurándose, girando hacia la luz en la gélida pira del
recuerdo.
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