martes, 25 de abril de 2017

sin invitación


Asistir a una muerte en persona, personalmente, o imaginar la muerte de un pequeño ser, matar
insectos sin pensar en las consecuencias, el karma y sus insubordinaciones. Es por describir
una muerte en directo, esa mascarada de la respiración, esa preocupación interesada, el tumulto de las emociones
y el protagonismo indisimulado del aire; no tiene que ver con desconectar un aparato,
conectar un garfio a la sombra del ingenuo (cadáver) moribundo, cadáver in péctore,
sumo sacerdote de las destituciones.

Literatura es: cómo, cuándo. Saber lo que ocurre. Escribir una novela es: preparar un guiso indigesto
y esperar la comitiva de los especialistas, críticos enervados. Todo esto se ha ido a p(s)ique, se ha desangelado
precipitadamente. Un sorbo de muerte es indicativo, ilumina un texto con su gracejo
paranormal, su opípara rendición de cuentas. Un espectro salta por la ventana,
cruje algo que no son huesos (ni se rompe la crisma), ni grilletes encadenados a una bola de hierro fantasmal;
se desliza por los solitarios corredores del castillo disfrazado de hermosa cortesana.

Oficio: se trata de encontrar la llave maestra (que te la soplan, se la inventan) de la publicación
exagerada de un estorbo literario ni siquiera solventado por los asesores editoriales
más avezados y pulcros o jenízaros (signifique lo que…).

Jordan escucha a Noname en una cinta pirata, su risa argentina, su longevidad. Está en el parque, donde
suceden los hechos de una vida, mueren los pájaros, también algunos loros de larga cabellera,
y las bestias adquieren una suerte de humanidad: when the sun is going down…
Gris no ha muerto todavía, aunque su aliento viene a desmoronarse en algunas ocasiones. Su capítulo
ha sido cerrado hace un par de años, se añadió el borrón decisivo a su ejecutoria intachable. Y se escribió luego
sobre una marquesina, en el vaho de una ventana de autobús, rayado en el pupitre de la lealtad,
orlado sobre el púlpito como una mentira bienaventurada.

La novela habla de fiestas, es un cuadro tan abstracto que no sabe decir amén. Termina y no ha empezado aún
a descentrarse, a disfrutar de las tardes de verano más apropiadas para un funeral, cuando las palabras
fluyen en constante idolatría, doblegan órdenes de cambio, dinamitan puentes estilísticos como puentean el abecedario de Caín,
lucen su herida en la garganta, apenas un acento miserable.

No ha montado en el cadillac del KRIT, Mara no ha invitado a nadie hoy. La música es un contacto
privilegiado; las páginas arden en un brasero mental, hay una cobardía de fondo entre los significados oscuros
y sus abyectas privaciones, su intencionada sordidez. Es preciso conocer el arte de la renuncia, intuir la buena mano,
el falsete incordiante de la realidad que bulle y no se desgasta, que resiste
imposiciones o se rifa la forma, duda entre un verso y la parálisis completa. Jordan se ha quedado esperando en un banco
amarillo de un amarillo desvaído, color cenizas de oro; su mérito pasa por una letra soberbia (hechos para el desguace,
situaciones de una gravedad inusitada pasadas por el tamiz del odio ajeno), es decir,
otra carta de amor desfigurándose, girando hacia la luz en la gélida pira del recuerdo.




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