Montañas
que tienen la manía de ser alguien,
cimas funiculares
quizás en otro enclave planetario (singularmente Venus). Pero aquí se habla del
campo
como si
no hubiese otra altura a la altura del pozo infinito de los sueños,
su
redondez original.
Nada
mejor que el ascenso democrático,
la
solidez del cielo, el beso de una estrella puesta en pie. La belleza de Jordan
excede la de una cruz
cualquiera,
nace de una constelación de aromas, un tratado
floral;
y es tan apática la rosa
que
muestra su frecuencia como una onda equitativa.
Venid
con hierba entre los dedos, en el pelo,
cerca
del alma que se contorsiona bajo el disfraz colmado de los ojos, su ápice de
sangre
rojo
Kubrick*.
Oh, la
montaña permanece ajena,
invencible
en su escalena juventud, presa de un dibujo a mano alzada,
dirigida
al abismo de la repetición, pues todas las cumbres poseen un alma gemela al
otro lado del mundo,
como
todos los ríos se inundan
a la
vez.
Pero
cierta belleza que no repugna a la claridad del aire, ni facilita
el
decoro a la lluvia que se precipita mansamente sobre el músculo de la
fertilidad. Cierto
tono de
piel entregado a la memoria, oscuro
hermano
de la luz.
Jordan,
como siempre está subiendo... Su nivel es un fármaco, un marco
curativo,
así se define: buenas vistas, la ventana constante al nuevo paraíso del ayer,
una
habitación sin fortuna, tránsito y color de hogar. Su vuelo significa una
deportación del espíritu, el paisaje lunar
definitivo
de otra línea fronteriza.
Claro
que se puede acabar con la belleza, basta con la traza y el carácter,
la pura
forma del crimen o una marca en el espacio entre el silencio y el eco
prodigioso de su voz.
*’Mi
vida en rojo Kubrick’ es una novela de Simon Roy.
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